Plastilina
Ayer fui incapaz de escribir esta columna. Me toca los martes, pero ya es miércoles y mi cerebro sigue retozando perezoso en su cama de hueso. Tuve que llamar a la redacción para excusarme torpemente. La única verdad es que ayer, como un relámpago, me asaltó la duda. Un temblor sobre lo que cuento y a quien se lo cuento. Por qué me pagan por contarlo. Qué gano yo con esto, además de un poco de dinero, los cumplidos de mi familia, la complicidad de mi esposa y ese regusto agridulce que es la satisfacción personal.
Nunca me había pasado antes. Me tumbé en el sofá a pensar el porqué de este desierto en mis ideas. Lo único que hace diferente esta pieza de otras que he escrito durante todos estos años es que ahora escribo para mi ciudad, Córdoba, y su gente. Y por supuesto, su club. El Córdoba CF. El mío. Es algo que siempre soñé, tener un espacio para hablar de mi tierra, de los míos, de mi fútbol y mis colores. Y ahora que lo he conseguido, ahora que por fin me dan un espacio en blanco para llenar a mi libre deseo, no sé qué decir. Qué contar. Qué realidad ofrecer. Qué buscar. Cómo explicar la serpiente helada que atraviesa las entrañas de mi equipo. Su rastro de escarcha. Qué síntoma o relato. Me siento un extraño. De nuevo.
Llevo diez años viviendo fuera de Córdoba. He vivido en Fernán-Núñez, en Málaga y ahora vivo en Sevilla, y la única vez que me he sentido un extranjero ha sido en mi propia ciudad. Rodeado de otros cordobeses. Como un animal herido que se va rezagando en la manada. Ajeno a las olas que mecen a los que fueron mis amigos. “Ya que no podemos cambiar de país, cambiemos de tema”, escribió Joyce. Cambio país por ciudad y hago su frase mía. Cambio país por club, y en esas palabras siento una epifanía. Esa es mi supervivencia: ignorar una realidad que a veces me resulta espinosa, hostil y tremendamente fatigosa.
Ayer quise decir muchas cosas, pero no dije ninguna. Como un caudal que se seca de repente. Un soplo árido. Podría cruzar Córdoba de punta a punta con los ojos cerrados. Quizá sea lo mejor, vendarse y avanzar. Hacer fotos desde el Puente Romano y decir que qué bonito es todo. Que sultana y mora, qué dulce cárcel, anclada en el pasado. Clavada en un deseo interrumpido, vivir en Córdoba es como coser sin dedal. El pinchazo puntual, no demasiado profundo, pero persistente. No quiero vendarme los ojos porque sueño con volver a mi tierra algún día. Que mis hijos futuros no sientan desafecto por este bosque de bares y centros comerciales. Por este mosaico mellado.
Ayer quise decir muchas cosas, pero hoy sólo quiero decir una, y espero poder hacerlo con claridad: Córdoba es una ciudad vulnerable. “Hay que considerar no de dónde viene la gente, sino hacia dónde va”, escribió Séneca. Córdoba es una ciudad débil. Su club es síntoma de su flaqueza. Desnortado. Perdido. El Córdoba se ha convertido en el cortijo de una familia que ignora sistemática a la afición, que hace malabares con el equipo, que lo expone al abismo como Michael Jackson sacando por la ventana a su hijo para que todos lo vieran. Esa sinrazón. El mismo vértigo. Ese juego mezquino, esa insustancial gestión deportiva. Sin fichajes, sin ilusión, sin una plantilla compensada, sin remordimientos, sin mesura, sin vergüenza. Córdoba es una tierra fértil para personajes siniestros, como Sandokan, como González, como Castillejo. Enriquecidos y bendecidos por parte un puñado de cordobeses generosos y párvulos. Siempre de vuelta de todo. Un itinerario caníbal, desolador. Un muro más alto que el de Lepanto en torno a nuestras cordobesas cabezas.
Como me gusta el fútbol, como soy del Córdoba, creo en el equipo. Como creo en el amor. O creo en un dios que nos cuida. O creo en los milagros cotidianos, en los encuentros inesperados y en la suerte que se busca. Porque con mi carnet de socio del Córdoba me dieron una paciencia infinita. No pasión. Paciencia. Locura introspectiva y respeto sólido. Por la institución, no por sus dirigentes. Por su afición, por las gradas que desmotivadas se llenan, cada fin de semana. Tristes o jubilosas. Serenas o ruidosas. Un entusiasmo adolescente, una fe de aspecto quebradizo pero férrea, inmortal. Resiliencia balompédica. De esto se trataba cuando elegimos un club, un escudo, un íntimo sufrimiento.
No siento pena por mi ciudad. No es cansancio. Ni abandono. Es otra cosa. Más bien una rabia contenida, una batalla contra el ensimismamiento. Reviento como el toro de la Mezquita si no lo digo. Si no grito calladamente en estas líneas. El Córdoba CF está siendo zarandeado por unos empresarios que no ven más allá de su nariz, que desprecian el fútbol, que maniatan a entrenadores y directores deportivos, que acentúan las diferencias, que mal nutren a un club esquelético, errático, preso de la apatía, a la deriva, aferrado a la suerte, a los goles que casi fueron. Contar como éxitos jugar un playoff de ascenso. Ni el maquillaje del cambio de Presidente ha podido disimular las cicatrices, la sonrisa burlona, las arrugas de la condescendencia.
“Mire. Este club ha ganado 7 millones y medio de euros. Vamos a ver. Aquí se lleva pasta la ciudad, porque nos gastamos dos millones en El Arcángel; aquí se llevan pasta los jugadores, porque nos gastamos 6 millones con el ascenso; aquí se llevan pasta los empleados no deportivos, que tienen una prima también importante; aquí se lleva pasta todo Dios. Y el que curra 24 horas al día, no duerme y le llaman hijo de puta cada dos por tres, ¿qué tiene que hacer? Usted es empresario, ¿no? Usted, cuando su periódico gane dinero, ¿qué va a hacer? Repartir, ¿no? Una vez que estén todos los gastos cubiertos, obviamente. Pues es exactamente lo que hacemos nosotros”, dijo Carlos González aquí.
Pues mire. Yo no he ganado pasta con el Córdoba. Yo pago mi abono. Pago mis viajes para venir a ver al equipo de mi ciudad. Pago lo que cuesta mi camiseta. Oficial. Serigrafiada. Pago los cacharros que me tomo antes del partido y habitualmente después, para poder sobrellevar el mal trago. Pago la cerveza sin alcohol en el estadio. Y aquí estoy, viendo como tú y tu hijo os gastáis el dinero en todo menos en lo que hay que gastarlo: el césped. Nosotros. Un NOSOTROS heterogéneo. Un NOSOTROS más unido que el VOSOTROS. Por más pancartas que saquéis al campo de entreno. Un NOSOTROS quizá pueril, quizá, a veces, indolente. Pero un NOSOTROS de gente que no gana con esto, sino que pierde. Su tiempo, su salud y sus sueños. Que fiamos todo a una gestión mediocre, interesada y alejada del fútbol. Nada más deleznable, sonrojante y cruel que mercadear con el sentimiento ajeno.
Eso quería decir. No sé. Ahora dudo. Hay ideas que deben madurarse. Córdoba es mi ciudad y el Córdoba mi club. Ya no puedo cambiarlo. Sólo me queda cuidar la flor. Evitar que se seque. Mirarla, de vez en cuando. Su fragilidad, su lentísimo envejecimiento. Su arqueamiento, ese desmayo que da la noche. Su búsqueda de luz. Esa flor. Esa ciudad que se abre paso entre el olvido. Ese club que sobrevive en las galerías sombrías de nuestro fútbol. Esos futbolistas abandonados a su suerte. Vamos a muerte con ellos pero, ¿quién va a muerte por nosotros? ¿Quién cuida de la grada? ¿Quién restriega masilla en la grieta de nuestro sentimiento? ¿Quién da alas y no cadenas?. Estamos NOSOTROS y están ELLOS. Todo está roto. Ojalá esta plantilla asimétrica encuentre su rumbo. Ojalá Carrión haga posible un milagro. Ojalá que todos los rivales que se han reforzado, caigan en desgracia. Que no funcione ni uno de los nuevos fichajes. Que pierdan el fútbol y las ganas. Que pierdan disciplinadamente. Que caigan. Que yo los vea arrastrarse por el barro. Ojalá el mal en la casa ajena. Ojalá contagiar al rival esta desdichada angustia.
Mientras tanto: nuestro presidente, como un niño que mezcla plastilinas y descubre que la suma de colores pierde la vida y el brillo. Que amasa un cadáver sin luz. Que ya solo tiene una bola de pasta grisácea, mortecina, con la que intenta hacer un muñeco. Que juega ya desapasionado, ya sin ganas. Que abandona la pelota de plastilina apenas pellizcada sobre el pupitre. La masa cenicienta que hace no mucho fue una mezcla de impetuosos colores. NOSOTROS, que vemos jugar al niño, con una mezcla de tristeza y disimulado enfado. Con ternura y un ramalazo funesto. “La mejor manera de predecir el futuro es creándolo”, sentenció Drucker.
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