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Espero que sepa perdonarme

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Antonio Agredano

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Algún día seré padre. No se me ocurre nada más irresponsable que procrear, dar vida a quien nunca la deseó. Condenar al mundo. A sus placeres, sus cicatrices, su derrota continua y su victoria inesperada. Ese brillito distante. Ese relámpago de entusiasmo. La vida se parece mucho a la Segunda división, la sensación de que hay algo mejor que nunca llega y la funesta certeza de que aún podríamos estar peor. Vivir, como el fútbol modesto, es un ejercicio de funambulismo. Las rachas de viento sacuden el alambre, se hielan los dedos aferrados a la pértiga, sólo queda mirar al frente y avanzar paso a paso sin clavar nuestros ojos embelesados en las fauces del abismo. “El vértigo significa que la profundidad que se abre ante nosotros nos atrae, nos seduce, despierta en nosotros el deseo de caer, del cual nos defendemos espantados”, escribió Kundera.

Será difícil explicarle a mi hijo futuro que levantarse no es una opción. Que ganarse la existencia a dentelladas no es algo debatible. Que no hay más cojones que tirar para delante. Que nadie mirará por él, que nadie tendrá piedad, que este mundo está lleno de egoístas, narcisistas, mentirosos y pendencieros, que en esta siembra brutal hay espacio para una idiotez invasiva, un desprecio blindado y un profundo desapego a lo que nos rodea. Que el nosotros se diluye en el yo. Que el ombligo es frontera natural del ser humano. Que estamos todos aquí y apenas hay sitio.

¿Cómo advertirle del peligro sin convertirlo en un niño temeroso? ¿Cómo enseñarle a marcar distancias sin condenarle al aislamiento? ¿Cómo se defenderá si no se vuelve como ellos? ¿Dónde acaba la educación y acaba la experiencia? ¿Cómo prepararle para la vida sin alterar o quebrar su innegociable infancia? Y lo más importante... ¿cómo hacerlo del Córdoba sin anestesiarlo? Un padre quiere llevarse los golpes que van dirigidos a su hijo y, a su vez, sabe que sin esos golpes su vida jamás será un espacio templado, cercano y a su medida. Más equilibrio entre el hacer y el dejar hacer. Observar, silencioso, como la vida arrastra de los pies a la persona que más quieres y luego, en una corriente retorcida y salvaje, su cuerpo sale a flote casi asfixiado pero aún vivo.

El Córdoba CF ya está en descenso. Hace tres años tocaba el cielo y hoy escupe los dientes con las rodillas clavadas en la tierra. El Córdoba es uno de esos regalos de compromiso. Un jarrón que aguarda la destrucción en una esquina del mueble. Cada vez más cerca del borde. Colocado así con sutilidad e impostado descuido, para que en un golpe de cadera se precipite al vacío y estalle. Que desaparezca su visión estrafalaria del salón familiar.

Yo no quiero que el Córdoba caiga en Segunda B. No quiero tener que volver a pegar sus piezas para disimular el estropicio ante las visitas inesperadas. Algún día seré padre, y tendré que explicarle a mi hijo que en la vida es mejor mantener un ritmo pausado pero firme que arrancar a correr en un sprint desesperado. Que la tentación de huir es enorme, pero que no hay mayor placer que el mantenerse en pie cuando el temporal se despereza furibundo. Por monótono que se nos haga el paisaje, por muchos corredores que nos sobrepasen. El tiempo es el único juez implacable, el único que no se deja impresionar por el traje que lleves, el coche que conduzcas o la casa de la que hayas salido. Caer muy bajo no es solución, sino agravante. Soy un optimista, es decir, un descerebrado. El Córdoba está en manos de quien lo quiere mal. De quien, a través de la lupa blanca y verde, sólo ve dinero. Por eso un puñado de personas se plantó en la puerta cero. Por eso la rabia, porque los valores empujan más que la decrepitud, porque en el fútbol algunos, los más tontos, encontramos un punto de apoyo que hace girar el mundo. Por eso hay que mantenerse. No dejarse llevar, no dar vitaminas a la melancolía. Resistir ingenuamente. Salvarnos, aunque sea en el último minuto y pidiendo perdón. Pero mejor aquí que en las catacumbas. En Segunda hay 22 equipos, suben tres y bajan cuatro. En Segunda B hay 80 equipos, suben cuatro y bajan dieciocho. Tiemblo de pensarlo.

Algún día tendré un hijo y ya tengo el discurso preparado: “El Córdoba será tu equipo. Puede estar arriba o puede estar abajo, pero jamás permitas que esté fuera. Sólo dentro. Como han de sentirse las cosas importantes. En esa parcela inaccesible que es tuya nada más. Donde nadie debe entrar. Donde nadie rebuscará en los cajones. Donde nadie tose. Donde sólo tu corazón retumba con fuerza”.

Espero que sepa perdonarme. Con mi educación va empaquetado un club. Con mis consejos, cada vez más viejos y aburridos, irá escondida una infantil sorpresa. Un escudo descascarillado, reventado, utilizado. Un escudo en el que cabe todo: desde la miseria a la bondad, desde el esfuerzo a la más viscosa pereza. Y está bien así. Sólo quiero que, si alguna vez tengo un hijo, se sienta orgulloso de este club. Estemos donde estemos, sólo quiero que se mire dentro y encuentre una llama cenicienta de orgullo. Que no lo mire con desdén o aburrimiento. Que no lo encuentre ajeno. Que lo reconozca al palparlo, que sepa dibujar su rostro con una venda en los ojos. Que se parezca a lo que su madre y yo le hayamos contado. Que no se pierda, que no se hunda con esa familia siniestra que quiere hundirlo. Que salga a flote como los balones en la piscina cuando explota el verano.

El fútbol somos nosotros. El Córdoba está hecho a la medida de nuestro sentimiento. Espero que sepa perdonarme, pero vivirá con ello. Y sólo deseo que si le duele, le duela de verdad. Porque en el pecado está también la penitencia.

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