Bragas de lana
“Cenar pasta es malísimo”, dijo mi compañera. Me sentí culpable. Los macarrones me habían salido estupendos la noche anterior y pensé que era buena idea compartir mi entusiasmo. No es que cene hidratos todos los días, pero encartó. Tampoco pude explicarme. “Hoy lechuga para compensar”, contesté con una sonrisa. “Ya”, me soltó, entre la comprensión y el hartazgo. “Le echas demasiado aceite a la tostada, eso es una bomba”, me dijo otro día una amiga señalando el pan. Tenía razón. Tengo que cuidarme. “La cerveza artesanal tiene un sabor que no tiene la cerveza industrial”, dijo un amigo. “Pruébala”. La probé. “¿A que sí?”, preguntó, mirando fijamente, esperando como un pastorcillo la epifanía. “Sí”, dije, porque tampoco me apetecía discutir sobre el gusto, que es como querer dibujar con un palo en una ola. “Los Ribera hace años que están mejor que los Rioja, pero la gente es muy cateta”, me contaron en la última cena de amigos. Asentí. “De todos modos ahora hay tintos de Toro que le dan veinte vueltas a los dos. Los tiempos cambian”, insistió. “De Toro”, repetí, dándole vueltas a mi copa de Rioja. “Los tiempos cambian”, dijo él, mirando fijamente la pared en un silencio que quise romper con un aplauso. “¿Que no has visto Peaky Blinders? Madre mía…”, me dijo otro día un chico al que acababan de presentarme.
Voy a montar un negocio. He hecho un estudio de mercado. Ya estoy mirando locales en la calle Gondomar. Últimamente vengo observando que los consejos amistosos están viviendo su propio boom. Hay una burbuja buenista en la que todo el mundo cree saber lo que te viene mejor, lo que te va a gustar, lo que te hará vibrar en el sofá, lo que seducirá a tu paladar, lo que mejorará tu salud, lo que ayudará a la educación de tus hijos. Las mejores guarderías, los mejores coches, los restaurantes perfectos, las playas únicas. Ciudadanos con buen fondo que quieren decidir lo que es mejor para ti. Abrirte los ojos. Sacarte de tu ordinaria existencia para sustituir tus gustos vulgares, cambiar tus malas rutinas y convertirte en una persona nueva. Con un desdén invisible, con tono de gurú del Deliplus. No es un favor que te hacen, es una auto-celebración, una indisimulada fiesta a su propio criterio, a su modernidad.
Si digo que las camisetas del Córdoba me han parecido normaluchas, alguien me dice que yo que voy a saber. Si digo que no he leído Patria, me dicen que es un libro necesario. Si digo que habitualmente bebo Cruzcampo, me topo con una especie de pelotón chiflado diciéndome que no tengo ni idea de cervezas y que bebo meado y que donde se ponga una buena Estrella Galicia que se quiten todas las cervezas. Si voy en coche, que por qué no voy en bus, si voy en bus, que por qué no voy en bicicleta, si voy en bicicleta, que qué tontería pudiendo ir andando. Esquivo consejos como baches en las conversaciones cotidianas. Nadie quiere saber qué te gusta a ti, sino por qué no te gusta lo que a ellos les fascina. Qué ver, a quién votar, qué leer, qué opinar. Qué tiempos, qué indulgencias se gastan por ahí.
Ya no vale con disfrutar en la intimidad de un vino elegido por lo bonito de la etiqueta, que es lo que hacemos todos, sino que hay que convencer a todo el mundo de que es un descubrimiento singular y que no hay mejor vino que el vino que tú elegiste. Películas ucranianas, libros de autoayuda, tazas del Mr. Wonderful, dietas estrictas, ginebra con fresas, lecciones de crossfit. Todo el mundo anda como drogado, con un entusiasmo artificial que aterra. Un individualismo colonizador, una misión de fe. Educar a tus hijos ya no siguiendo la intuición y el consejo de los abuelos, sino la de manuales y foros. “El niño necesita dormir con su madre hasta los dos años. No lo digo yo, lo dicen los pediatras”, me dijo una amiga cuando le dije que mi hijo ya dormía en su propia cama. “El Blevit es azúcar puro”, me dijo otro día. “Le calma. Y me lo recomendó su pediatra”, contesté. “Pues vaya pediatra”, terminó casi con enfado. “Yo que sé, hija”, suele ser mi respuesta últimamente para todo.
Viendo la avalancha de consejos, ayudas no pedidas, consejos médicos, nutricionales, psicológicos, mecánicos, cinéfilos, acotación de gustos, señalamiento de malos hábitos, subrayado de errores y demás injerencias cotidianas, voy a abrir un negocio que no puede fallar. Me voy a hacer de oro. A medias con mi abuela Mercedes, que es buena tejiendo, vamos a abrir una tienda donde sólo venderemos bragas de lana. Con un único fin: que a todas horas, en cualquier sitio y con cualquier compañía, os sude el coño.
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