Botas nuevas
Cuando dejas de ser niño, los regalos se transforman en obligaciones tristes. Objetos grisáceos envueltos en papeles coloridos. En un regalo puedes descubrir que ya no te conocen, o que ya no te quieren, o que cada vez son menos las cosas que despiertan una espontánea sonrisa. En esa forzosa entrega de paquetes brillantes hay desidia, compromiso, disimulada incomodidad. El fútbol está lleno de regalos, casi todos animosamente intrascendentes. Jerséis horribles, libros que nunca leeremos, objetos de decoración que rompen la improvisada armonía de un estante, relojes a los que se les desprende el segundero. Futbolistas a los que encerramos en un cajón, camisetas cargadas de recuerdos amargos, promociones fallidas, entrenadores que ya no nos sirven.
Al Bellido le regalaron en Navidad unas botas de fútbol, las más caras que tenía el Varo en su tienda de la Letro. Nos las enseñó en el primer entrenamiento del año, tras el parón de vacaciones. Teníamos dieciséis años. Íbamos primeros en la Liga. Nos esperaba una tarde dura. Ya nos había avisado el entrenador, había que bajar los polvorones. Y nos puso a correr alrededor del campo de fútbol. Un rectángulo de tierra húmeda, anaranjada, con las líneas blancas diluidas en el barro. Un lodazal sin límites, una piscina pesada bajo nuestros pies.
José Luis Bellido era el peor jugador del equipo, pero nunca faltaba a los partidos y era el primero en llegar cada tarde a los entrenamientos. Cuando aparecíamos los demás, él ya estaba allí, sentado en uno de los banquillos, mirando con fijeza el campo. Exorcizando demonios, soñando con un gol o entrenando sombras. Nos saludaba con timidez. Él era así, silencioso, meditabundo y apocado. “Este finde sales de titular”, decía Borja. Los demás reíamos. Algunos con culpa cómplice y otros con irracional vileza. Bellido asumía el choteo con dignidad antes de empezar el trote con el que arrancábamos los entrenamientos.
El Bellido apenas jugaba. El míster sólo le sacaba si íbamos ganando de mucho y sólo los últimos minutos. Llevaba dos temporadas en el equipo pero aún no tenía demarcación reconocida. Los demás éramos porteros, defensas, delanteros... hasta los peores del equipo tenían una vocación leve, una referencia por la zona del campo que querían ocupar. Pero Bellido era tan malo que desconocía el flujo básico de un partido. No ir a por el balón como un perro a por un hueso, mantener la posición táctica si el rival ataca, el fuera de juego, las paredes, las coberturas, cómo golpear el balón -con el interior si quieres posarlo mansamente en la bota del compañero, con el exterior si es un largo pase o un tiro potente, con el empeine para darle algo de dirección, girando el cuerpo, arremetiendo contra la física de una bola pesada adherida al albero-, todo en él era torpeza y anarquía. Incapacidad y algo de lástima.
Aquella tarde de enero José Luis Bellido llegó con sus botas nuevas metidas en una caja. Todos quedamos fascinados. Cuero negro y brillante como la espalda de un grillo. En nuestros pies, sin embargo, el plástico descascarillado, los tacos romos, los cordones unidos en un puñado de nudos. Aunque no lo hablamos, porque observábamos sus botas en silencio con religiosa liturgia, estoy seguro de que todos teníamos la misma idea en la cabeza: Bellido no se merecía esas botas porque su fútbol no estaba a la altura.
“¿No te las pones?”, le pregunté. “No, las voy a reservar para el partido del sábado”, dijo. En aquel partido, frente a la UD La Voz, Bellido no jugó ningún minuto. En el siguiente tampoco. Pasaron los meses y sus botas se mantenían intactas, vírgenes, perfectamente ceñidas a sus pies indemnes, coronando unos gemelos rollizos y descansados. Cuando ya rompía mayo tuvo algunos minutos pero apenas tocó el balón. El cuero apenas se manchó y sólo el polvo sacudió ligeramente el calzado.
En junio acabó la temporada y Bellido abandonó el equipo. Primero probó con el baloncesto y luego se dedicó a comer pipas en el parque. Todos lo hicimos gradualmente pero él fue el primero. El fútbol sólo le había traído una íntima y nunca confesada tristeza. También unas botas nuevas que jamás conocieron el sexual encuentro con el balón, el sonido tosco de la espinillera del rival, los instantes mágicos que preceden al gol.
Pensé en las inmaculadas botas del Bellido el otro día viendo jugar a Javi Galán. En que para que exista un futbolista como el extremeño han hecho falta muchos jugadores que se quedaron allí, en algún margen marchito, en un campo de tierra mojada. Muchos regalos de Navidad, botas impolutas, apenas rayadas, guantes de palma sin arañar, medias sin sietes, camisetas a las que el dorsal no se les ha despegado del uso.
Javi Galán me recordó a aquellas tardes de fútbol adolescente, a ese reparto de papeles en el teatro de un campo de barrio, a un talento que se abre paso en las orillas salvajes del fútbol. A las punteras desconchadas, a los goles fallados, a la tierna escalera que lleva a la titularidad. Para tener un Javi Galán antes tuvimos que tener algunos Bellido. En el fútbol también estamos sometidos al frágil equilibrio de las cosas.
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