El poeta que salvó al portero
Ricardo Zamora fue el primer español al que el fútbol le hizo famoso. Le llamaron “El Divino”. En 1920, el 1-0 a Dinamarca en los Juegos Olímpicos de Amberes fue el origen del popular latiguillo “1-0 y Zamora de portero”. A partir de la medalla de plata lograda por el combinado patrio y de su fichaje por el Español -se lo arrebató al Barcelona, ¡cómo ha cambiado el panorama!- su popularidad se disparó. Tanto que, como cuenta Carlos Fisas en su “Anecdotario español, 1900-1931”, los alcaldes de los pueblos se peleaban por organizar exhibiciones ante los periquitos. Zamora, sancionado por la federación catalana por su cambio de club, estaba castigado sin jugar durante un año, pero tal era la expectación que levantaba que los aficionados amenazaban a los gobernadores con una revuelta popular si el portero no jugaba. Y, al final, Zamora se ponía la gorra y jugaba.
Pero el “Divino” se convirtió en un humano más al llegar la Guerra Civil. O casi. En 1930 el Real Madrid abonó 150.000 pesetas al Español (fue el traspaso más caro en la recién creada liga durante dieciocho años) y durante su estancia en la capital Zamora comienza a redactar sus memorias y a escribir para el monárquico diario “Ya”. Después de volverse a exhibir en el Mundial de Italia, el comienzo del conflicto bélico le pilla a Zamora en zona republicana. Acababa de ganar la Copa con el Madrid (a secas, sin Real), pero era consciente de que el gobierno le consideraba un faccioso. En realidad, Zamora no mostró simpatía por ninguna ideología. En febrero de 1936, en Montjuïc, el sonar el himno alemán en un amistoso entre la selección teutona y la española, los jugadores germanos extendieron el brazo e hicieron el saludo nazi. Zamora, como respuesta, alzó su puño cuando sonó el de Riego. Pero poco después, justo tras arrebatarle esa copa del 36 al Barcelona, no se sumó al grito de un periodista “¡que viva la República también!” durante la celebración. Pagó cara su asepsia.
A la carrera, empieza a esconderse con su familia en diversos apartamentos de la capital. El 20 de julio el periódico francés “L'Echo” informa de su muerte, al parecer basándose en el testimonio de su colega Platko. Una noticia que a los nacionales les vino muy bien para -a través del viperino Queipo de Llano- justificar el fusilamiento de García Lorca.
Pero Zamora no estaba muerto, sino encarcelado en la Modelo después de su arresto por milicianos del Frente Popular. No obstante, lo tenía crudo. Su nombre estaba en todas las listas para ser pasado por las armas. Y así hubiera sido de no mediar el escritor malagueño Pedro Luis de Gálvez. Este bohemio anarquista y ácrata visitaba en la cárcel a compañeros de tertulia de derechas o no tan de izquierdas como él y trataba de animarlos cuando no de utilizar sus influencias para liberarlos. En una de sus visitas se percató de la presencia del jugador internacional. Gálvez, un hombre extraño, famoso por sus sablazos, que no era tampoco un santo precisamente y al que Juan Manuel de Prada hizo protagonista de su “Las máscaras del héroe”, medió por Zamora a través de un miliciano, que le exhimió de la saca en la que iba a morir, refugiándole en la embajada argentina.
“El Divino” se exilió en Francia, desde donde rechazó el ofrecimiento del gobierno de Burgos para regresar a zona nacional bruscamente: “Decid en España que yo no soy fascista, que mi único deseo es regresar a trabajar”. Esta declaración terminó de generarle la antipatía de ambos bandos. La guerra no acabó del todo mal para Zamora, que se mantuvo en forma jugando para el Niza junto a otro mítico como Samitier y luego fue perdonado por el régimen franquista al ofrecerse a trabajar para el Atlético Aviación en su regreso del exilio.
Peor le fue a su libertador. Pedro Luis de Gálvez fue fusilado en la cárcel de Porlier el 30 de abril de 1940 acusado, entre otras cosas, de “asesinar a una decena de monjas”. No le libró ni una foto firmada por Zamora dedicada: “a Pedro Luis Gálvez, el único hombre que me ha besado en la cárcel”.
Seguro que poeta y futbolista compartían, si es que llegaron a hablar de política alguna vez, una máxima que el anarquista solía repetir: “a mí nadie me pone un sello en la frente”.
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