Soy ingeniero agrónomo y sociólogo. Me gusta la literatura y la astronomía, y construyo relojes de sol. Disfruto contemplando el cielo nocturno, pero procuro tener siempre los pies en la tierra. He sido investigador del IESA-CSIC hasta mi jubilación. En mi blog, analizaré la sociedad de nuestro tiempo, mediante ensayos y tribunas de opinión. También publicaré relatos de ficción para iluminar aquellos aspectos de la realidad que las ciencias sociales no permiten captar.
Geopolítica y revisionismo histórico
El pasado 31 de octubre se inauguró en el Instituto Cervantes en Madrid una gran muestra de arte mexicano, titulada “La mitad del mundo. Las mujeres en el México indígena”. En ese acto, José Manuel Albares, ministro español de Asuntos Exteriores, señalaba que, “como toda historia humana, la conquista de México tiene claroscuros”, añadiendo que ha “habido dolor e injusticia hacia los pueblos originarios” y que “justo es reconocerlo y lamentarlo”. Finalizó su intervención afirmando que “esa es parte de nuestra historia compartida” y que “no podemos ni negarla ni olvidarla”.
Esa declaración, bastante obvia y que no dice nada que no sepamos, está siendo, sin embargo, criticada por algunos grupos de opinión en nuestro país, que la consideran una rendición inadmisible a las insistentes exigencias de perdón por parte del gobierno mexicano respecto a la conquista española del imperio azteca. Entienden estos grupos que no tiene ningún sentido culparnos ahora por los males que pudieron causar nuestros antepasados hace cinco siglos. Señalan, en realidad, que tanto Hernán Cortés, como los castellanos que le acompañaron en la toma de la ciudad de Tenochtitlán, tienen lazos de parentesco más cercanos con la generación de criollos que impulsó la independencia de México en 1821 y con gran parte de la actual población mexicana, que la que tienen con la española de hoy. En todo caso, afirman que, puestos a abrir ese debate, habría que poner también en la balanza de la historia el legado positivo que dejaron los españoles (un idioma común, numerosas ciudades, universidades, mestizaje…), tal como es incluso reconocido por un sector nada desdeñable de los intelectuales mexicanos (Octavio Paz y Carlos Fuentes, entre otros).
Por el contrario, la presidenta mexicana Claudia Sheinbaum ha valorado la declaración del ministro Albares como una forma de reparar el daño causado a los indígenas y, de paso, compensar lo que entienden fue un desaire de España hacia México al no responder como debieran ni el gobierno ni la Casa Real a la petición formal de perdón que hizo su antecesor López Obrador. La presidenta Sheinbaum considera positiva la declaración del ministro como “un primer paso” para recomponer las deterioradas relaciones entre los dos países.
Esto nos indica la estrecha relación que hay entre política y revisionismo histórico, evidente en el caso mexicano a raíz, sobre todo, de la llegada a la presidencia de la república de partidos como MORENA, que tiene en la rehabilitación del indigenismo un eje fundamental de su discurso. Desde la presidencia de Cárdenas (1934-1940), nunca había habido tanto interés, al menos retórico, por los temas indigenistas, como lo hubo con la llegada de López Obrador (2018-2024) y ahora con Claudia Sheinbaum, en un afán por revisar la historia y construir la identidad nacional mexicana sobre la base del legado indígena más que del mestizaje entre pueblos, razas y culturas.
El problema del revisionismo histórico es que nunca se sabe dónde poner los límites temporales ni tampoco está siempre claro identificar en qué consiste el agravio causado de unos pueblos sobre otros. La Historia no tiene límites temporales fijos, por lo que pueden establecerse cortes y periodos a conveniencia, y según criterios no siempre consensuados ni siquiera en la propia comunidad científica. Tampoco el agravio está siempre bien determinado, por cuanto la historia de los pueblos es una combinación de luces y sombras y todo depende de donde se pone la mirada: un pueblo visto como conquistador puede verse como liberador si se cambia el foco del análisis, al igual que pueden descubrirse trazos de sangre nada ejemplares en las banderas que enarbolan los que se presentan como adalides de la civilización.
Respecto a los límites temporales, hay quien en el caso español fija, por ejemplo, el comienzo de nuestra historia en la llegada de los romanos como fuerza civilizadora de la población ibera. Otros la sitúan tras la Reconquista en la frágil unidad de los reinos de Castilla y Aragón, ignorando el largo periodo musulmán de varios siglos en nuestro territorio, lo que ha dado pie a un intenso debate sobre la identidad española, no sólo histórico (Américo Castro versus Sánchez Albornoz), sino también político, y que llega incluso a nuestros días.
En el caso de México, hay quienes fijan el comienzo de su historia moderna en la independencia respecto de la corona española, mientras que otros consideran necesario abarcar el extenso periodo del virreinato de la Nueva España para mejor entender la actual sociedad mexicana. Más recientemente, proliferan quienes se remontan al imperio azteca e incluso al de los pueblos anteriores (olmecas, mayas, zapotecas…), reivindicando, sin crítica alguna de la indudable barbarie de aquel imperio precolombino, la importancia del legado indígena para la identidad nacional de México y silenciando tres siglos de presencia española.
Además, y más allá del debate sobre los límites temporales, está el hecho de que, a lo largo de la historia, siempre ha habido países sometidos y conquistados por otros, teniendo todos los imperios una indudable componente de barbarie a la hora de imponerse sobre las poblaciones nativas. En un excelente librito de poco más de cien páginas, titulado Pueblos e imperios y que acabo de leer, el historiador británico Anthony Pagden sintetiza con rigor y de forma amena la formación de los imperios europeos occidentales. Muestra cómo en todos ellos hay siempre una mezcla de civilización y barbarie, de mestizaje y exterminio, de destrucción y creación, lo que explicaría cómo, a través del predominio tecnológico o de una superior capacidad de organización militar o administrativa, unos pueblos se extinguen o son asimilados por nuevas culturas, mientras otros surgen y se desarrollan hasta declinar engullidos por el devenir de la historia dando paso a nuevos imperios.
Por eso, resulta tan difícil hacer una valoración que contente a todos a la hora de juzgar los hechos históricos, en especial los relativos a la expansión de los imperios europeos. Hay numerosos ejemplos de ello, seleccionados como en un menú a la carta según las conveniencias políticas. Además de la valoración que pueda hacerse de lo que supuso el imperio romano para los pueblos sometidos o asimilados, tenemos ejemplos más recientes, y que son objeto de controversia, como la prolongada y nada pacífica presencia árabe en la península ibérica, la citada conquista española de gran parte del continente americano, el dominio colonial británico en la India o Kenia, las invasiones napoleónicas del territorio europeo, la expansión despótica de los imperios austríaco y zarista y del otomano por gran parte de la Europa central y oriental… En todos esos casos hay mezcla de barbarie y civilización, de tal modo que se pueden elegir ejemplos de una y otra característica de los imperios para valorar lo sucedido e incluso para revisar su legado.
La Historia, así con mayúscula, hay que dejarla en manos de los historiadores, que son los que disponen de los medios y métodos adecuados para conocer cómo sucedieron los acontecimientos históricos. Si ha de revisarse, debe hacerse en ese ámbito y según los hallazgos de la historiografía, pero no en otro. Todo lo que sea imponer desde fuera interpretaciones de los hechos históricos se ha demostrado poco eficaz; de ahí la desconfianza en la utilidad de las políticas de memoria, sobre todo si se aprueban sin un amplio consenso capaz de integrar en torno a ellas al conjunto de la sociedad.
En cuanto al modo de interpretar las relaciones, siempre complejas, entre los países, es algo que corresponde al terreno de la geopolítica, como ocurre con las relaciones de España con países de tanta importancia estratégica como Marruecos, cuyos vínculos de cooperación y amistad trascienden el ámbito de la confrontación histórica, al igual que sucede ahora con México. En este sentido, las declaraciones del ministro Albares pueden ser aceptables si se valoran desde el ámbito de la geopolítica y en la medida en que sean útiles para recomponer las relaciones políticas de España con México, dos países con una historia común de tres siglos, y con importantes flujos comerciales, además de culturales. Asimismo, puede leerse en esa misma línea geopolítica la concesión de dos de los premios Princesa de Asturias 2025 a entidades y artistas mexicanos (el Instituto Nacional de Antropología y la fotógrafa Graciela Iturbide) y del último Premio Cervantes al escritor Gonzalo Celorio, también mexicano.
Pero sería erróneo, como hacen algunos círculos de opinión de nuestro país, juzgar las declaraciones del ministro de Asuntos Exteriores como un intento de revisar la historia de la conquista de México por España, puesto que es algo que está fuera de sus competencias y que pertenece al ámbito de los historiadores. El ministro ha ejercido de político y como tal hay que juzgar su intervención en el acto del 31 de octubre en la sede del Instituto Cervantes en Madrid.
Sobre este blog
Soy ingeniero agrónomo y sociólogo. Me gusta la literatura y la astronomía, y construyo relojes de sol. Disfruto contemplando el cielo nocturno, pero procuro tener siempre los pies en la tierra. He sido investigador del IESA-CSIC hasta mi jubilación. En mi blog, analizaré la sociedad de nuestro tiempo, mediante ensayos y tribunas de opinión. También publicaré relatos de ficción para iluminar aquellos aspectos de la realidad que las ciencias sociales no permiten captar.
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