Las horas
Cuenta mi padre que le contaban los suyos que sus abuelos comían a la una de la tarde, cenaban a las siete y a las once de la noche estaban en fase REM. Tal vez ese último detalle no forme parte de la tradición oral de mi familia, pero queda bien. Y sirve, además, para resumir el horario diario que seguían los españoles de antes de la guerra. Una jornada que vuelve a ser estudiada e incluso reclamarse en aras de la productividad económica y la conciliación de la vida familiar con la laboral.
El Congreso de los Diputados aprobará hoy un informe que, entre otras cosas, reclama retornar al huso horario de Londres. Del mismo, nos sacaron a golpe de bigotillo faccioso en 1942, cuando los mostachos recortados se imponían y los de España decidieron ajustárselos a la altura de Berlín. El tajo hizo de que de la noche a la mañana, cuando en
Greenwich (y en Alicante, or donde pasa el mismo meridiano) eran las 18.00, en toda España fuesen las 19.00.
60 minutos que cambiarían la forma de vivir de un país entero. A peor. Jornadas de trabajo que se prolongan hasta bien entrada la noche, un régimen de comidas alterado que resta importancia al desayuno y da peso al almuerzo; cenas tardías... Y todo, al revés de nuestros vecinos europeos. Solo hay que asomar el cuello para ver cómo viven nuestros primos portugueses. No es el paraíso, pero es más racional.
No tengo claro que un simple movimiento de las manecillas del reloj solucione nada. Pero tal vez sea un primer gesto para un avance mayor. El gran reto sería que los horarios más ordenados y lógicos ayudasen a un mejor reparte del trabajo para luchar contra el desempleo; que se diese un mayor valor al tiempo libre como un activo necesario no solo de los trabajadores, sino de la propia economía. Quizás, hasta durmiésemos más y mejor.
Y lo que no es dormir, también.
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