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Viaje a la playa

Mar Rodríguez Vacas

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Este fin de semana hemos estado en la playa y tengo una buena noticia: mi hijo pequeño no come arena (¡¡Bien!!). Bromas aparte, lo hemos pasado genial, a pesar de haber mezclado los conceptos domingo, playa, calor y niños, cóctel imposible en muchos casos.

Lo mejor, sin duda, además de la compañía de mi familia, la temperatura. Eso de dormir tapada y, a media noche, tener que cerrar la ventana... ¡No tiene precio! Que los niños no se despierten en toda la velada, ni suden como pollitos, ha sido de lo más gratificante de este viaje relámpago.

Después de pasar el sábado en familia, el domingo decidimos echar el día de playa. Quedamos con unos amigos que tienen una hija de la edad de mi mayor (y que sueñan con verse), cargamos con un bolsón de cubos, palas, rastrillos y moldes y nos fuimos a la playa. El primer encontronazo con la realidad fue el aparcamiento. ¿Cómo puede olvidarse uno, de un año a otro, que existen los domingos y los domingueros? Nada en contra de esos últimos, que conste. Sólo se trata de una cuestión de planificación y, los domingos, es lógico que haya más gente en todas partes: es el único día que la mayoría del personal descansa. Sin embargo, nunca nos acordamos de ello. Así que, la masa ingente de personas, y sus respectivos vehículos, nos impidieron aterrizar y desembarcar a pie de arena con toda nuestra artillería: cochecito, bolsas múltiples, toallas, sombrilla y niños.

Finalmente, conseguimos aparcar en la cima de una montaña relativamente cercana a la playa aunque con una pendiente del 50% de bajada. El descenso con el cochecito no fue fácil, para qué voy a engañaros. Sentía que mis rodillas iban a fallarme y que el pobre de mi hijo iba a salir disparado cual torpedo cuesta abajo. Sobre el ascenso a la vuelta del día playero no os puedo contar nada porque me negué a escalar aquello. Me quedé a pie de monte esperando a que mi gentil marido bajase el coche para cargar allí las cosas. Podéis pensar de mí, lo que queráis: lo hice por ahorrar tiempo ;-).

Una vez pusimos el pie en la arena, todo fue felicidad. Hacia ya más de una hora que habíamos salido de casa (a kilómetro y medio de aquel lugar) pero, que la arena te quemase la planta de los pies fue un placer inconmensurable que duró sólo varios segundos, pero placer al fin y al cabo. Los niños se pusieron enseguida a jugar.

El agua, el juego, las idas y venidas a la orilla, los baños, los rebozamientos en arena, las duchas, las excavaciones con la ilusión de encontrar petróleo (con otra finalidad no entendería esas ganas que le ponen los enanos), las comidas... Tanto trasiego impidió que pudiera estar tumbada en la toalla más de cinco minutos seguidos. Pero mereció la pena. Los peques disfrutaron de lo lindo y, aunque los mayores acabamos hechos polvo, este tipo de días siempre merecen la pena.

Y sí. Hubo trastada de día. Y la llamo así por no escribir una palabra más cochina. Los pequeños no tuvieron otra cosa que irse a la zona de duchas y hacer un agujero justo en el sitio en el que moría el reguero de agua sobrante. Según mi hijo, aquello era un campo de fútbol. Pero realmente, lo que parecía era una estación depuradora de aguas de principios de siglo XX. Un estercolero en toda regla. Cuando los pillamos, había una cuarta de agua empantanada y cubierta con un dedo de espumilla sospechosa. Toda una obra de ingeniería digna de estos pequeños arquitectos, pero una cochinada y de las gordas. Hubo lágrimas cuando abandonamos la obra y nos los llevamos a la orilla a hacer una réplica más saludable.

Al final de la jornada llegó la despedida. Por supuesto que hubo más llantos, pero nos fuimos con la esperanza de repetir. El chico se durmió una siesta de casi tres horas que le recargaron las pilas, aunque no por demasiado tiempo. El grande cayó en la primera curva. Yo estaba en la cama a las once. Recuperé el tiempo perdido y el sueño atrasado. Bendita playa.

Le pusimos el broche de oro al 'finde' con unos amigos a los que no vemos todo lo que quisiéramos por la enorme distancia que nos separa pero que siempre que bajan al sur intentamos ver. ¡Tienen tres hijos! Tres ricuras pero... Como otras veces os he dicho, si yo tengo con lo mío tela que cortar, no sé yo qué escribirían otras mamás... Aprovecho desde aquí para enviarles un fuerte beso y mis mejores deseos. Y a vosotros, unas felices vacaciones, para quién las esté disfrutando. A nosotros, ¡¡ya mismo nos toca!!

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