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El año que viene... ¡uno más!

Mar Rodríguez Vacas

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Me encanta ver la casa del campo de mis padres desde la parte de atrás. Ésta es una vista de la que no suelo disfrutar a menudo porque, para ello, me tengo que ir al otro lado de la piscina. Durante la mañana, la mirada se hace casi imposible porque el sol te pega de plano pero, por la tarde, cuando el astro ya ha caído, se presenta, a mi parecer, imponente y me descubre, cada día que la observo, un detalle nuevo, algo diferente con el que me embeleso sin descanso.

Ayer, tras el baño con los pequeños y mientras jugaban con su padre, estuve regando por la zona y eché un vistazo. Los pensamientos son siempre los mismos, aunque cada día divagan a su antojo y concluyen en un punto diferente. En esta ocasión, mis reflexiones me llevaron a pensar en cómo ha evolucionado la casa con el paso de los años. Reformas que se han ido ajustando al verdadero cambio, el que ha vivido la familia.

Se echan de menos personas que nos acompañaban cada verano, como mi abuela, a la que no puedo evitar recordar cada vez que me siento en los primeros peldaños de la escalera, donde ella siempre descansaba afirmando que era la zona más fresquita de la casa, a pesar de nuestra incansable insistencia para que se recostase en un sofá.

Sin embargo, lo que más ha cambiado en todos estos años es el ambiente en el que vivimos. De la tranquilidad más aburrida que os podáis imaginar, este hogar veraniego ha pasado a ser un lugar de todo, menos de descanso y sosiego. Al menos, cuando mis hijos están allí. Desde las primeras carreras en el desayuno para que los niños se lo coman todo antes de dejarse seducir por cualquier cosa que tengan a su alcance, hasta los juegos en la piscina, la comida, la merienda, el baño vespertino y el momento cena, ya penosos y cansados por el trasiego del día: no hay momento para la tregua. Incluso, a veces, los enanos no nos dejan ni descansar en la siesta o por la noche (ya sabéis de la afición de mis hijos a no dormir), aunque debo reconocer que no ocurre a menudo.

Ya son tres (y medio) los veranos que vivimos así: pendientes de una o dos criaturitas. Así que ya estamos acostumbrados y preparados para lo que venga el año que viene, cuando seremos uno más. Y no... por fin no me ha tocado a mí dar ‘el notición’. Mis pequeños no van a tener un hermano, sino ¡un primo!, o prima, claro está (aún no lo sabemos aunque mi hijo mayor ya sabe que va a ser un varón, no me preguntéis por qué). Estamos encantados, felices, contentos, emocionados... Y por lo que a mí respecta, más que todo eso: ¡Viene un nuevo bebé a la familia con el que mis hijos van a compartir muchísimo!

No veo la hora en la que jueguen todos o en la que me pidan un sábado de invierno ir a casa de sus tíos para estar juntos. Sabía que ser madre me iba a llenar de felicidad pero nunca imaginé que la noticia de que iba a ser ‘tita’ me iba a calar tan hondo. Deseando estoy poder apretujar al nuevo bebé, consentirlo y, cuando llore, devolvérselo a sus padres sin un sólo ápice de responsabilidad (je je). Desde aquí mi enhorabuena a los futuros papás. La vuestra ha sido la noticia del verano ¡y de todo el año! Llenemos de bebés el mundo. ¿Acaso hay algo más bonito? Y sigamos llenando también la casa del campo de los abuelos. A ellos los cansamos pero, en el fondo, me consta que están encantados.

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