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Good bye Lenin, good morning Adam Smith

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Fidel Del Campo

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Antes de que Kiev saltará a la primera línea periodística, recuerdo cómo en una visita por esta ciudad, origen de la Rus, me paró un periodista en el centro comercial subterráneo que hay bajo la Plaza de Maidan. El motivo, un aguacero que me permitió ver cómo las primeras firmas venden lujo en las tripas de una plaza que estuvo presidida por una estatua de Lenin, hoy reconvertida en una alegoría de la libertad y la independencia. Fue el inicio de una larga conversación, por una ciudad monstruosa y bella, sobre la caída del comunismo y el advenimiento del liberalismo.

Me llevó al mejor sitio en el que, según él, se tomaba café. Doy fe de ello. La estafeta de correos de la calle Khrestchatyk. Un buen punto de partida para recorrer la arteria principal de la capital ucraniana, que conecta Maidan con el mercado de Besarabsky. Es un kilómetro que rinde homenaje al lujo, el dinero fácil y a cierto aire de superficialidad turística entre una vereda de neoclasicismo estalinista, que mediante su reconstrucción celebraba la grandeza de la URSS tras la II Guerra Mundial. Una calle de contrastes, como toda la ciudad, por donde conviven sin techo, trabajadores con sueldos paupérrimos, turistas de clase media y auténticas top models anónimas de la mano de tiburones del capital. Hay rincones que apabullan.

De camino a la Universidad Roja, que en realidad homenajea a Taras Shevchenko, símbolo del humanismo y la cultura ucraniana, me explicó su juventud durante la época soviética. Los jóvenes como él arremetían contra aquella realidad gris buscando los sitios más mundanos en el que congregarse con una revista o, en el mejor de los casos, con otra persona a solas para traficar relaciones sexuales o, de forma más perversa, literatura prohibida. En un cine, en un trastero, en un bar oculto o, simplemente, en el parque que hay frente a dicha Universidad, verdadero virtuosismo de la arquitectura del este y las vidas anónimas. Me contó que aquél lugar no sólo era un camino que recorrer a estudiar, sino también contra aquella realidad negra soviética que suponía negar cualquier tipo de existencia, ya fuera la de las condiciones cutres de vida, de la miseria, de la juventud, de la prostitución o el alcoholismo… por todos aquellos países satélites que eran un abigarrado mundo de suburbios rusos que intentaba suprimir cualquier atisbo de libertad o de erotismo. “Mucho se ha hablado de la Perestroika y poco del sexo en la Universidad”, recuerdo perfectamente mientras continuamos paseando por la ciudad. Eso fue lo que erosionó el sistema.

El resto de la ciudad sigue erosionada. Ucrania y su capital experimentaron como el resto de países la resultante de la Perestroika y la llegada de un ansiado Adam Smith. De tal manera que la ciudad mezcla la religión y los aires zaristas, con los restos de la URSS. Entre los que aún perduran, pues la última estatua de Lenin en pie que presidía el bulevar junto al mercado de Besarabsky fue destruida en las últimas barricadas, merece la pena visitar el museo de la II Guerra Mundial, cerca del complejo de los monasterios de las cuevas. Este recinto que recuerda tanto la ocupación nazi como honra a los caídos en la guerra, asombra por una “Madre Patria” de acero que, escudo y espada en mano, corta un continuo cielo gris y pesado con nubes que huelen a lavadora oxidada.

Pero no todo es cemento soviético. Los pulmones verdes aún perduran a orillas del Dniéper y, sorprendentemente, muchos han sobrevivido a la especulación. Arena blanca como la de luz onubense, salpicada de parques y bosques que reducen la pesadez del aire en sus islas. Sus playas son de agua dulce y ofrecen un peculiar paisaje de pueblo en esta metrópolis, en la que uno puede nadar o entrenar como en un gimnasio con máquinas que parecen chatarra. La elegancia zarista no está aquí presente, pero hablaremos de ella en otro momento.

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