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Milán, el cine y la música

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Fidel Del Campo

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La Moreau y Mastroianni se hunden en una jaula de hormigón, destilan sometimiento y ansiedad por la nada. Viven en un piso de ensanche, en una zona de nuevo cuño de una Milán que sale de la pobreza para entrar en el desarrollismo de los sesenta. Son de clase media con ganas de ser alta. Son infelices. Milán no les alienta ni les consuela, más bien los mira irredente, dando cuenta de que nada va a hacer para sacarlos del agujero del que seguramente jamás saldrán. Milán destella grises y luces de invierno y barrunta una belleza continua, que atrapa, pero que destila distancia y frialdad. Nuestra pareja, en pleno proceso de autodestrucción, la patea mostrándonos sus avenidas racionalistas del XIX, los suburbios sórdidos donde llegan por miles los sureños buscando sustento. Entran y salen por sus cafés, hospitales y chalés de clase alta. Desprecian a las grotescas personas que pasan a su lado. Se saben superiores en su absoluta tristeza. Algo así como lo que le ocurre a la ciudad en la que viven. Nuestros protagonistas lo son de un film brillante y denso, “La Notte”, de Michelangelo Antonioni. Una película angustiosa, bella y profundamente occidental, cuya revisión tras cincuenta años de su estreno es casi materia obligada para almas sensibles. Pero no me detengo en la película, lo hago en la ciudad que da espacio, contexto y razón a su amargo y atractivo argumento. Milán es siempre una carga de profundidad para cualquier historia que se desparrame sobre sus calles y este largo lo demuestra. No es ciudad amable. Luce casi suiza pero es italiana, renacentista, lombarda e industrial. Como decía antes, es superior y lo demuestra cuando quiere, como Marcello y Jeanne. No es milanesa, pero la cantante Mina Mazzini, nacida muy cerca, podría ser un buen símil hecho carne de la capital del norte italiano.

Oír a Mina cantando Città Vuota y ver La Notte es buen aperitivo antes de conocer a la poderosa Milán.

Cambiamos de historia. Es invierno, sigue el invierno. Nieva copiosamente. Dentro de una mansión burguesa, de ricos comerciantes lombardos, cenan y festejan los Ricchi. Poderosa familia industrial. El patriarca, abuelo y moribundo, organiza la reunión a su antojo. Se sabe muerto en breve. Va a consumar algo pensado desde hace años: pasar por encima de su primogénito y ceder la mitad de su imperio de fábricas textiles a su nieto, dando cuenta de que él es el verdadero heredero de sus genes y no su hijo, inferior y cobarde. Arranca así una poderosa historia milanesa de traiciones, oscuridad, celos y odios combinados bajo la sombra de un fatum, un destino que nadie ni nada puede cambiar, por el que pasa también eso que nos ha dado por llamar AMOR. La película es “Io Sonno l'amore”, de Luca Guadagnino. El escenario y protagonista central vuelve a ser Milán. Una Milán en este caso postindustrial, machacada por la crisis de inicios del XXI y la llegada de los nuevos ricos de Oriente que compran, vacían y convierten a la ciudad en una sucursal de la globalización. Una Milán de creación hecha franquicia de productos baratos y clónicos. Del terciopelo al plástico, pasando por Berlusconi y Tele5. Nuestros protagonistas ven cómo todo su mundo se destruye y de nuevo, Milán mira, no se inmuta. Destila soles azules de enero despiadados. La mujer del primogénito traicionado por su padre, una diosa llamada Tilda Swinton, es consciente de lo que pasa y decide arrastrarse sobre los restos del hundimiento para salir de ellos, absorbida por el amor que le vomita el mejor amigo de su hijo, quizás también enamorado de él. Ella pasea su divinidad por el Duomo el día que descubre la vida real de sus hijos y la llamada definitiva del AMOR. Tilda, rubia y poderosa, sufre y ama sin percatarse de que la armoniosa Milán la mira. No hay más que ver cómo la envuelven las fachadas de la Via Alessandro Manzoni, a pocas manzanas de La Scala, otro escenario de óperas muy similares a la historia que ella y su familia viven.

En ambas películas y en la canción de Mina no se aprecian ni se comentan rincones afamados y únicos: iglesias lombardas medievales (como San Lorenzo) ni parques sobre bastiones militares (Parco Sampione). Tampoco se verán barrios intensos como el que rodea el canal Naviglio Grande, donde compré, por cierto, un idolatrado vinilo de la Mazzini, asombrosamente milanés. Da igual. Milán espera a ser pisada. Tómese lo expuesto como aperitivo. Luego basta con visitarla con los ojos del alma abiertos.

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