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Vilanova de Milfontes

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Fidel Del Campo

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No las ves pero intuyes que su presencia, la de las fuentes de agua dulce, y el abrigo que presta el río Mira a los barcos que huyen del Atlántico dieron vida y nombre a esta ciudad subida a un cerro. Vilanova de Milfontes aparece en el momento oportuno tras horas de trasiego por incómodas carreteras, después de atravesar la infinita dehesa alentejana. Milfontes huele a mar y a bacalao, como debe oler una ciudad portuguesa. Es brumosa y fresca tanto en invierno como en verano, pero recibe bien y se hace querer. El que les escribe pasó una larga y dulce semana entre sus calles y playas. No busques aquí grandes multitudes ni entretenimientos turísticos al uso. Es lugar para pasear por el mar, leer, oler a sal, a yodo y para comer sardinas o caballas recién pescadas, con un buen vino de la tierra. No importa mucho la fecha, porque la frialdad del agua invita más a disfrutar de la naturaleza que a bañarse y la temperatura es casi siempre agradable. ¿Existe algo mejor?. Aquí detallo algunos rincones básicos:

Hay que pasear por el centro histórico, en el punto más alto de la ciudad. Hay casonas del XVIII, construcciones de piedra y teja y plazas silenciosas. En un extremo, mirando al río Mira y al océano, está el Castillo que protegía al pueblo. Ahora es privado, pero conserva una explanada/mirador donde se puede ver la desembocadura del río Mira, convertido ya en gran estuario. En esta plaza se recuerda, con un monumento, la salida desde aquí de Brito Pais y otros dos aviadores. En 1924 hicieron la primera ruta en hidroavión hasta Macao. Una escalerilla que desciende por el acantilado, bajo la plaza, lleva a uno de los embarcaderos donde pillar barcos para ir a la lejana playa de Furnas, cruzando el río, o a otros puntos de la ciudad, en dirección al Atlántico.

Furnas, la playa oceánica, se extiende al otro lado del Mira. Tiene dos costados. El que mira a Vilanova está en el río, con fuertes corrientes y agua más cálida. La que bordea el océano es enorme. La rodean cinturones de dunas y acantilados. Las mareas bajas la convierten en una extensión gigante de arena dorada y grandes láminas de agua fría y transparente. No hay ninguna construcción. Es salvaje. Solo puedes llegar en barco, desde Vilanova o dejando el coche en una estrecha carretera que la une al pueblo.

Playa del Farol. Esta franja, tambien dorada, luce bajo el faro, al final del pueblo, justo entre la desembocadura del Mira y el mar. La ves bajo una hilera de acantilados que se pierde en el horizonte. Cuenta con escaleras y accesos. Tiene un maravilloso chiringuito donde comer pescado oyendo el océano. Sobre su frescura solo digo que mientras comía allí veía a los cocineros limpiándolo en la orilla, entre las rocas. Si caminas sobre el acantilado, un sendero te lleva a una sucesión de hasta cuatro playas siempre vacías, con sorpresas como los restos de un mercante naufragado que nos recuerda que estamos en el Atlántico, duro y terco.

Naturaleza. Vilanova está en el parque natural del Cabo San Vicente que se prolonga hasta el Algarve. Es tierra de paso de decenas de especies de aves, y paraíso para senderistas. También para surfistas y amantes del piragüísmo. Con los años ha crecido el número de empresas especializadas que ofrecen desde alojamiento a visitas guiadas. Conocer este rincón de Portugal es una manera bien distinta de disfrutar de la costa, fuera del verano. No olvides una excursión a Malhao, una de las playas más salvajes de nuestra península. Arena color dorado, agua azul, pinos, dunas y arroyos que desaguan en la misma playa, no digo más.

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