Se llamaba Stephanie Shirley, era judía y una de esas niñas que consiguió huir de la Alemania nazi en 1939, cuando ella y su hermana embarcaron solas con destino al Reino Unido.
Su extraordinaria mente matemática, aún sin poder pasar por la Universidad, la llevó a crear una de las primeras empresas de software en los años 60. Lo importante no fue la revolución tecnológica que supuso, sino la forma en que la organizó. Horarios flexibles, trabajo remunerado en función de objetivos, sin importar cuándo y dónde. Esta precursora del teletrabajo tenía una plantilla de 300 personas, de las que 297 eran mujeres con hijos y un hogar que atender.
“The Times” las llamaba jocosamente las “niñas del ordenador”, mujeres que transitaron un terreno solo de hombres, pero abonado por otra mujer para ellas, a su medida. Desde aquellos años 60, hemos pasado de la burla, de no ser ni existir jurídicamente, a ser iguales y teóricamente libres. Sí, pero con muchas piedras en el camino y espacios aún intransitables si no es sintiendo cadenas. Aquellas cadenas de las que hablaba Rosa Luxemburgo: “Quien no se mueve, no siente las cadenas”
El problema no es la igualdad estática, de manual, esa sobre la que a muchos se les llena la boca. El problema es, por ejemplo, cuando las mujeres nos movemos a espacios conquistados sin género de duda por el “género” masculino -y valga la redundancia-. Entonces aparecen y se sienten las cadenas.
El otro día me contaba una mujer joven, madre de familia, arquitecta a pie de obra de profesión, lo duro que le resulta mandar y sobrevivir en un territorio lleno hasta la bandera de testosterona. Cuántos sacrificios, cuántos sapos tragados, cuánto de fortaleza hay que tener, amén de demostrar mucho más para que te reconozcan la mitad.
Ahora las niñas desde pequeñas quieren y pueden recorrer esos espacios que fueron “cosa de hombres”. Juegan al fútbol, nos dan satisfacciones en un Mundial, salen a pescar en barcos, practican boxeo, están en las fuerzas de seguridad, construyen rascacielos, dirigen despachos profesionales sin horario de cierre, diseñan videojuegos, o se entrenan para ser astronautas o exploradoras. Pero lo hacen, siempre, encadenadas.
Encadenadas al qué dirán, a los estereotipos, al parto y la lactancia -si quieren ser madres-, a los roles que aún se imponen, a la mala conciencia si a la hora de la cena no estás en casa, o no puedes llevar a los niños al cole. Encadenadas, también, a las tres bes. Ser brillante, buena y estar buena. ¿De qué nos extrañamos si la natalidad desciende? ¿de qué si todas quieren ser funcionarias con larga baja maternal y un jefe para el que la conciliación familiar no sea una afrenta a su cuenta de resultados?
Y si dices en voz alta que el camino que ahora queda por recorrer no es la igualdad de manual, sino la real que nos deje movernos y cruzar territorios sin sentir cadenas, evitando estereotipos como el de las postales que ilustran estas líneas, eres una feminista radical, resentida de la vida. La foto la hice ayer al pasar por ese expositor de postales que sigue ahí desde hace décadas. Como algunos querrían seguir. Sentí bochorno al hacerla. No recuerdo qué sentía cuando de niña lo miraba.
Sí, siento que han sido muchas las cadenas, pero estoy - estamos - aquí.
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