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Sobre este blog

Desde muy pequeña he sentido que mi mundo lo dirigían como en “El Show de Truman”, pero con Fofito. Me esforzaba en tener una vida seria y, desde arriba, alguien iba soltando “extras” y guiones absurdos que me hacían perder la dignidad a base de risa. Llegó un momento en que mientras protagonizaba esas historias, mi mente solo pensaba -para sobrevivir- en cómo iba a escribirlo. Por lo que ya no puedo seguir siendo testigo en silencio. Necesito vaciar mi cerebro y madurar.

Rakel Winchester

Veraneo (éste es emotivo)

Veraneo

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Recuerdo las vacaciones de mi adolescencia. Desde que acababa el curso escolar hasta que comenzaba el siguiente, mi vida era PLAYA. Playa, primos, helados, disfraces, amigos de verano, amores, cenar bocadillos, informalidad...

Dejabas pasar muchos días sin aprovecharlos al máximo, total, había tantos.

Y de repente una mañana descubrías que ya nada más que te quedaban tres o cuatro días. Y es entonces cuando sabías que no podías perder ni un detalle. 

Y llegaba el día final. Y te despertabas más temprano que nunca. Y disfrutabas del sabor de la tostada quemada como jamás. Odiando de repente la tostadora nueva de tu casa. Bajabas a la playa, no salías del agua en toda la jornada, observando el paisaje con otros ojos. Los ojos atentos del último día de verano. Y te regodeabas con las algas que tanto asco daban al mundo, pero tú respirabas ese aroma para no olvidarlo en invierno, con las yemas de los dedos como garbanzos en remojo.

Y subías a casa a comer, con cara de Heidi llorosa, escociéndote por la sal y del choque de tu pelo hecho churretes golpeando tus mejillas. Clavándote las tirillas de las chanclas llenas de arena, tropezándote con las piedrecitas del camino. Sin dejar de sonreír.

El último día de verano te duchabas con ese gel de dos litros de todos los veranos. Ese tan barato, para amortizar la mucha familia que éramos, que al recordar su perfume en invierno te transportaría a toda esa felicidad. 

Incluso te gustaba salir descalza y volver a mancharte los pies de la arena que todos iban dejando, porque allí no había bañera, como en casa, allí la ducha estaba en el patio.

Y aquella noche disfrutabas del bocadillo de longaniza de la cena... obligado si querías luego reunirte con tus amigos de verano. De la última noche de verano. 

Al pasar por la celestina de la entrada, cortabas una flor y te la metías entre los labios, chupando ese mini néctar. Y la ibas mordiendo y mordiendo hasta que entraba en tu boca y te la tragabas. Llevabas toda la vida con el mismo ritual.

Y echando valor, descubrías que eras tan amada por aquel chaval que te gustaba como tú lo llevabas amando en secreto todo el verano. Pero ya era el último día. Y el tiempo pasaba demasiado rápido.

Porque el último día del verano, ese que estrujas hasta no dejar gota, ese que tiene los colores más intensos, los aromas que más perduran, y los amores que no se olvidan... tiene la mitad de horas que cualquier otro.

Al igual que hay días que parecen el último día del verano.

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Desde muy pequeña he sentido que mi mundo lo dirigían como en “El Show de Truman”, pero con Fofito. Me esforzaba en tener una vida seria y, desde arriba, alguien iba soltando “extras” y guiones absurdos que me hacían perder la dignidad a base de risa. Llegó un momento en que mientras protagonizaba esas historias, mi mente solo pensaba -para sobrevivir- en cómo iba a escribirlo. Por lo que ya no puedo seguir siendo testigo en silencio. Necesito vaciar mi cerebro y madurar.

Rakel Winchester

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