He de confesar que, aun siendo vegetariana, las croquetas de mi madre no entran en mi lista de alimentos prohibidos. Y he de confesar de nuevo que, desde hace años, el cuerpo me pide ensaladilla rusa. Aunque tenga atún, qué le voy a hacer.
La cosa es que un día, después de una larga jornada de calle y faenas, mi chico de esa época me propuso tomar una tapa en un bar.
Por motivos que imaginaréis, no pienso dar el nombre del local, aunque debería, pero soy también camarera y tengo un pacto de honor con el gremio.
A mí el rollo tapas, como que paso, me gusta comer en casa, pero por hacer feliz a mi chico, accedí a su invitación. Y como tengo esa suerte de que siempre me toca el vaso sucio, el pelo, la uña, la pestaña, el párpado, la espina en la carne, el hueso en el pescado y diversas cosas extrañas en mis paseos por sitios de tapas, hice un super esfuerzo en no fijarme en detalles pa tener la velada tranquila y no agobiar a mi maromo que tan sonriente me había hecho tal proposición.
-Venga chiquita, solo un refresquito y una tapilla y seguimos con lo que tenemos que hacer.
-ok, vale.
-Vamos a “ese bar, que ponen muy bien de comer” porque siempre está lleno. (De frikis).
El sitio en cuestión se titulaba “marisquería X”, aunque el escaparate estaba pelao, eso sí, “comío” de mierda el cristal de arriba a abajo y con un pescado en una bandeja llena de gelatina seca, del jurásico.
No quise decir nada pero, mala cosa. Si la primera impresión es chunga, no puedo evitar imaginar. Aparte de que, lo siento, serán prejuicios, pero los lugares regentados por hombres con los baños sucios me crean desconfianza. Cuando salió el camarero, blaaaanco como una pared, sudoroso, con unas cejas de dos dedos de grosor y unos pelos que le salían del pecho kilométricos, tampoco quise hacer comentario alguno. Más que nada porque el momento super-pelos me recordaba a una vez que me senté con mi hermana Eva a tomar una cocacola en un lugar muy famoso de Córdoba y el mantel estaba llenito de pelos como de brazo. Que me marcó para siempre.
Lo que desembocó en creer que camarero-peludo-que-sirve-comidas es igual a pelo en el plato. Sé que es una teoría tonta, pero a ver, qué le hago.
La cosa es que mi chico pidió dos refrescos, una tapa de ensaladilla para mí y una de salpicón para él.
Cuando llegaron las cocacolas, mi filtro de los ojos rápidamente advirtió un momentito-costra por el filo de mi vaso. Varios, para ser más exacta.
No quise aguar la fiesta y, con la uña, rasqué hasta que salió todo aquello, con disimulo extremo, pero dándome cuenta de que el vaso tenía miles de huellas, cosas, churretes. Aaarrg... Pero callé y, tragando saliva, eché el refresquito en su recipiente dándome cuenta de nuevo de que el limón era, como mínimo, de anteayer. Y probablemente conservado durante la noche en agua, por lo blandurria que estaba la piel (esto de ser camarera a veces es odioso).
El hombre blaaaanco y peludo, antes de colocar los vasos, pasó una bayeta de esas sin enjuagar que tienen pizcos de otra mesa. Dejando la nuestra lleniiiita de migas y cosas, averigua de qué, de cuándo, de dónde y de quién.
Odié tener tanta imaginación, pero mantuve mi sonrisa falsa intacta.
De repente aparece con una cesta de palillos y rebanadas de pan que, puestos a imaginar, sospeché que serían restos de otros comensales mezclados con pan nuevo. Más que nada porque en cinco rodajas había tres culos de barra, y los picos eran como de distintas bolsas. Dos en forma de ocho, uno alargado, otro partido envuelto en papel y dos regañás. Y es entonces cuando tropezó con algo, y toooodos los palillos y el pan se cayeron por la mesa y el suelo a lo que, rápidamente, mi chico y yo gritamos:
-Naaaada, no pasa nada, tranquilo, no te preocupes- porque el señor se puso colorado.
Ni corto ni perezoso, el camarero de las cejas como bigotes agarró la “carta de tapas plastificada” (que tenía mucha porquería, trozos de huevo frito, mayonesa seca y además estaba más pegajosa que el cristal del escaparate) y, a modo de pala, introdujo los palillos que pudo en la cesta (llenos de las migas pegadas “de otros” de las que espolvoreó cuando pasó la bayeta) y los que se le resistían, los terminó de meter con unas manos enooormes de arrugados dedos de la humedad de las miles de bayetas sin enjuagar llenas de migas de otra mesa que habría usado aquel día.
Y lo peor: no hacía ésto para llevársela y traer otra. Lo hizo para dejarla en nuestra mesa. Pa nosotros. Una cesta que contenía un muestrario de panes de otras personas aderezados con cosas, mayonesa y trozos de huevo frito de otras mesas.
Yo miré a mi chico y sonreí, pero esquivé la mirada antes de que fuese él el que rompiera el encanto de nuestro descanso. Él, el más escrupuloso del mundo entero. Al que le gustaba comer en los bares y a mí no. Y pa una vez que le daba el gusto de compartir ese momento que tanto ansiaba no quería fastidiarle. Aunque sabía que se había dado cuenta de todo, pero por puro orgulloso se calló.
Cuando trajo las tapas intenté relajarme y olvidar. La ensaladilla tenía muy buena pinta, de esas caseras de patatas, zanahoria, atún y mayonesa de leche, medio hechas puré.
Así que, sin mirar el tenedor (por si me encontraba un grano de arroz de paella o restos de yema de huevo) (cosa que me ha pasado ya), pues la probé.
Socorro. Tenía un sabor extraño. Un ingrediente raro que me sonaba a algo conocido pero no sabía ponerle nombre.
Mi chico la probó y, antes de que dijese nada, dije:
-mmm... tiene... algo... no sé... Me suena el sabor pero...
-Es verdad, tiene algo “raro”.
Palabra clave: RARO.
Me encantó. Que mi chico calificase el sabor como RARO abría la veda de la crítica, pero aun así quise dejar la fiesta en paz. Y aunque por educación yo me como todo en los bares (he sido capaz de guardarme unas croquetas en el bolso por estar saladísimas, por el corte de que me pregunte la cocinera el motivo de dejármelas enteras) y, aunque el plato era enano y la tapa pequeña, no pude terminar mi ensaladilla.
Ese sabor... ese sabor... mmmmmm... ¿qué era? ¿a qué me sonaba?.
Mi chico se terminó su plato, que tampoco estaba demasiado bueno -dijo- y nos fuimos de allí.
Durante toda la tarde estuve con ese sabor en mi boca, intentando revivir en qué momento de mi vida ya lo había probado u olido... pero nada.
Por la noche, con dolor de barriga los dos como de empacho -cosa extraña porque habíamos comido nada más que “la mini tapa” aquella- me vino a la mente una escena de hace años.
Socorro.
Mi madre me había regalado una compra navideña que, entre otras cosas, contenía una lata de atún de kilo. Como solo mi chico comía atún, pues la lata se abrió y pasó tiempecito en la nevera sin volverse a tocar .
Yo, convencida de que el atún en aceite no se pone malo, la mantuve ahí sin inspeccionarla nunca.
Y un día fui a hacerle un bocadillo y...
-Oye, ¿ el atún se pone malo?.
-Que yo sepa no, ¿por?- me contestó mi chico.
-No sé, huele... - y se lo acerqué a la nariz.
ERA ESE OLOR. ATÚN MALO. ATÚN PODRIDO. ATÚN DESCOMPUESTO. ME CAGO EN LA ENSALADILLA.
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