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¿Es grave, doctor?

Jack Nicholson en 'Mejor Imposible'.

Rakel Winchester

5 de septiembre de 2022 05:30 h

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Bueno, llegó el momento de hablar de manías. Y del fino límite entre ellas y un transtorno obsesivo compulsivo. T.O.C. T.O.C. T.O.C. T.O.C.

¿Quién no ha tenido manías en su vida?. Que si no pisar las líneas de las baldosas, cerrar las puertas antes de acostarse, revisar mil veces la bombona de butano, comprobar tu número de asiento del tren sin parar durante la espera, revisar los pestillos, que si no pasar debajo de los soportales... Porque es importante decir que a veces, la manía encierra una superstición escondida, un miedo. Y detrás de una manía, al menos de MIS manías, siempre hay una frase rollo: o lo hago o me dará mala suerte. O pasa así, o moriré.

Bueno, yo estoy hablando mucho y a ver si voy a ser la única que pienso esas cosas. De hecho hoy me desahogo con la esperanza de descubrir que somos muchos los maniáticos.

A lo largo de mi vida he tenido miles de millones de manías que me he ido quitando -no todas- con esfuerzo como buenamente he podido. Algunas a base de palos. Me explico:

Por ejemplo, cuando salía a la calle, en uno de los pisos donde he vivido, antes de escuchar el sonido de que se cerrara la puerta del ascensor en la planta baja (habiendo salido yo de él, procurando que quedara lo más abierta posible para ganar tiempo), me tenía que haber dado tiempo a correr un par de metros del suelo que había delante, bajar los seis escalones posteriores, dar al botón de abrir portal y salir a la calle.

Y ÚNICAMENTE después de hacer todo eso, podía escuchar el PLOF del cierre del ascensor sin angustia. Si no, me daba mal ramete. Si no, mi vida sería un desastre. Si no, el chico que me gustaba no me querría jamás. Si no, comenzaría otra guerra mundial. Si no, me quedaría calva. Si no, me quedaría sola para siempre...

Hasta el día en que me escurrir y me pegué la gran hostia de mi vida -por suerte sin ser vista, que duele menos- por las escaleras al querer conseguir vencer aquella gincana obligatoria para mi futuro. Y se me esfumaron las ganas de volver a repetirlo. Y no se acabó el mundo (también es cierto que me mudé a un quinto sin ascensor).

Hay otra manía, por ejemplo, que nunca he conseguido desprender de mí. La verdad es que llevo tantísimos años con ella que, buah, cualquiera lo intenta. Creo que está cosida en mí desde que aprendí a leer, que encima fue antes de entrar en la guardería.

A ver, se trata de “reproducir” las letras o números de todo cartel escrito que se me ponga delante, como si mi cintura fuese un lápiz y sin que nadie lo note. ¿Me explico? (y que ahora nadie que me conozca intente observar si lo hago o no lo hago porque soy bien discreta y nunca existió persona que lo haya notado).

Ejemplo: estoy sentada en una cafetería y, como se me ocurra mirar el panel donde esté el luminoso deqqqq “CAFETERÍA MARTÍNEZ”, sin que se den cuenta mis acompañantes y sin moverme de mi posición, he de repetir el escrito con inapreciables movimientos de cintura y culo hasta haberlo completado, con la misma tipografía y todo. Tiene que ser exacto o lo tendré que volver a hacer. Y claro, después de eso vendrá que mis ojos se topen con el consabido “tenemos chocolate con churros por las mañanas”, el “los sábados noches hora feliz” o el “pruebe nuestras tapas a 1 euro”. Con lo que se me hará super trabajosa, a nivel físico, la supuesta paradita a descansar y tomar un café. Bares de mil carteles de platos combinados no los piso por mi salud mental.

Total que cuando paro en un restaurante, o no miro los carteles, cual borrico con anteojeras, o todo es un sufrimiento constante de lecturas y contoneos de cintura. Y encima es algo que no puedo compartir con mis colegas, porque me daría mala suerte también. Debe ser algo secreto y disimulado.

Así que calculad cuando iba de viaje (y lo he hecho mucho por España en mi vida desde bien pequeñita) las fatigas que mis caderas han sufrido bailoteando en silencio y a escondidas las siluetas del toro de Osborne, con sus letritas incluídas, la botellita de vino del Tío Pepe incluido el “Tío Pepe” que está escrito debajo, los carteles de anuncios de ofertas del supermercado, los saldos en Muebles Martínez, la fábrica de Pipas Facundo, los rótulos de la nave típica de “Recauchutados viuda de Gómez e Hijos” o los grafitis de “Loli te amo”, “Alberto quiero casarme contigo” o “Gobierno ladrón” de los techos y paredes de los puentes. Creaba un estado de ansiedad taaan fuerte en mí que me mareaba y todo por las prisas para que me diera tiempo a leerlo y “hacerlo” antes de pasar por otro cartelito. Y es que, como me diese por leer ese día en vez de mirar al frente, pasaba el viaje de los nervios, bailando por dentro pero sin que se notara por fuera. Pa morirse, de verdad.

Y lo peor: “el cartel que siempre está”. Desde que naciste. Esa lámina o cuadro con frase o firma que tu madre tiene colgada justo donde apunta tu mirada cuando te sientas a comer al ir a visitarla, que arrastra más contoneos de mi cintura que días he pisado ese suelo. Porque si vuelves a mirarlo, tendrás que hacerlo tantas veces como repitas la visión. Y aunque intentes evitarlo, tus ojos, por puro morbo, se dirigen de nuevo al cartel... y de nuevo el meneíto.

En fin, que esa es mi vida y esa es mi manía peor.

Manía que desembocó en otra manía. La de repasar la letra, con la mano en pose de agarrar un bolígrafo imaginario, de algo redactado por alguna gente para ver cómo piensa. Sí, lo confieso, desde el colegio. A veces me sorprendía imitando la letra de alguien que me hubiese escrito lo que sea, incluso un papel que me he encontrado que no va dirigido a mí, y así era una manera de, “digamos que me siento como dentro de él, copiando su propia letra” (en mi favor diré que se dice que la caligrafía cuenta mucho de las personas) y entonces es como si los comprendiera mejor sintiendo desde dentro de ellos, poseídos por su personalidad. ¿Se me entiende?.

No estoy loca, en serio, aunque esta última manía desemboca en otra que descubrí años más tarde de tenerla ante mi persona -hoy ante vosotros- hace siglos.

Resulta que voy por la calle y, como cualquiera, me voy cruzando con gran diversidad de seres humanos. Señoras con bebé, matrimonios, niños, chicas con prisa, hombres mayores cansados, viejas repelentes, mujeres agotadas de demasiada edad como para seguir trabajando... Y me he dado cuenta de que los voy observando de lejos y, justo cuando pasan lo más cerca mío posible, mis ojos hacen como una rápida instantánea de su gesto. Paletas de conejo, cejas de sorpresa, cara de enfado, mandíbula de abajo pa fuera, narices infladas... El cual repito, imito, justo cuando ya no me ven. Es para saber qué sienten, qué les pasa, cómo se han levantado, si su cara es de tristeza o de dolor, si sonríen o es que tienen muchos dientes y no pueden cerrar la boca, en fin, esas cosas que espero no ser la única a la que le preocupan. Y porque no me veo, pero estoy segura de que lo hago idéntico.

Pero -ojo- todo muy rápido. En un segundo. Hago “la cara” y vuelvo a tierra. Todo ha de ser de nuevo muy disimulado, porque no mola ir haciendo caritas a la vista de todos y parecer majareta.

Otra manía es que, como alguien canturree una frase de una canción que me sepa, que además me las sé todas, tengo que cantarla entera desde el principio hasta en final mentalmente o se acabará el mundo. Y si se me viene a la mente mientras intento dormir un cachito del estribillo, de nuevo hay que cantarla entera. De ahí parte de mi insomnio.

También, si estoy tomando algo con una persona, los dos vasos tienen que tener SIEMPRE la misma cantidad. BAJO NINGÚN CONCEPTO puede beber uno más rápido que otro. En ocasiones aguanto la sed, en ocasiones bebo sin ganas, pero tienen que estar al mismo nivel. Con disimulo coloco mi bebida pegada a la suya para que la exactitud sea perfecta.

Luego está la cosa de comer Lacasitos y necesitar que haya la misma cantidad de cada color. Esto me complica bastante la descripción y vuestra comprensión, pero lo intentaré. 

Del color que haya menos, aparto el mismo número de los otros colores. Amarillo, azul, marrón, blanco, verde, rojo y rosa. O sea, si amarillos solo hay diez y de los demás más, pues aparto los diez amarillos y otros tantos de cada color. Sería esa la llamada “primera tanda”. De los sobrantes, vuelvo a contar el color que tenga menos,a apartar la misma cantidad de los otros colores, a lo que llamaremos “segunda tanda”, y así, construyó “tandas de cada vez menos colores pero de misma cantidad” hasta que, tanda arriba tanda abajo, solo quede uno: el del color del que más Lacasitos hubiera. Y me los como de final a principio. Y la última tanda que me zampo, que es la primera tanda que hice, la disfruto porque tengo uno de cada color, los siete colores de los Lacasitos que me como del tirón. Ya que está manía me roba mucho tiempo me he pasado a los conguitos.

Así que imaginad comiéndome una sopa de letras sin formar frases en la cuchara y con mega ataque de ansiedad ya de madrugada con la sopa congelada y la gota de Shin-Chan. 

O la de que los botellines que preparo en el almacén para cargar las neveras al cerrar el bar, sean JUSTOS los que caben, a la primera. O que cuando necesito, por ejemplo, 15 monedas de euro para meter cambio en la registradora, al coger un puñado de la bolsa del cambio, sea mi puñado exactamente de 15 euros. Ahí sí que soy feliz y sé que mi vida va a continuar con normalidad.

Y bueno, puesto que una vez confesé estas manías a un colega y me tachó de maniática (¿yo?), y seguidamente me contó mu formal: “yo, si acaso, tengo la típica, la de que si no llegas a un determinado coche aparcado en un determinado tiempo (mientras paseas) te explota una bomba”, SÉ CON SEGURIDAD que todos tendréis manías rarísimas que os parecen tan corrientes como a mí las mías. Por tanto, agradecería compartieseis conmigo las vuestras y así me ayudáis a sentirme normal.

Gracias.

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