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La voz de los jóvenes sin palabras

Antonio Manuel Rodríguez

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El castellano es arrogante. Y su lengua, también. No sólo se atribuye insolentemente el monopolio de la historia e idiomas de otros territorios del Estado, sino que además se cree perfecto. El castellano está vivo porque viven quienes lo hablan. Pero su estructura es rígida como una escayola y tiene que parasitar de otras lenguas para designar lo que carece de nombre. Anglicismos, en su mayoría. Hasta que eso ocurre, los significados se quedan huérfanos. Y lo que no tiene palabra, no existe.  El diccionario no contiene ninguna expresión específica para designar a los estudiantes que ya no lo son porque el sistema no les deja. Tampoco para los jóvenes que buscan empleo y no lo encuentran. La nueva generación “ni-ni”. No trabajan. No estudian. Quieren trabajar. Quieren estudiar. Lo desean con todas sus fuerzas. Pero no pueden. No les dejan. Y como no hay palabras para llamarlos, no existen.

Ella vive en un pueblo pequeño alejado de Córdoba. De esos que también quiere cargarse el gobierno con la reforma local. Es la mayor de cinco hermanos. Su padre cobra la ayuda para desempleados con más de 52 años. Su madre es ama de casa. Siempre fueron jornaleros. Ahora no hay faena en el campo. El año pasado cursó primero de Medicina y compartió piso con dos compañeras. Trabajó en una cafetería por las tardes para no pedirle a sus padres el dinero que no tienen. Este año no encuentra nada por ninguna parte. Las aprobó todas. Pero como apenas tuvo tiempo para estudiar, sólo alcanzó un 6 de media. Con el cambio de normativa, no tiene derecho a la beca en dinero. Sus padres no pueden pagarle el alquiler. Ha dejado la carrera. Maldice ser de pueblo. No entiende esta discriminación injusta que de forma invisible condena a los catetos a ser catetos, sólo porque tienen el mismo defecto que Lorca o Juan Ramón Jiménez. De haber vivido en la capital le habría bastado con un 5.5 para conseguir la beca de matrícula y seguiría yendo a la Facultad aunque fuese a pie.

Ella también tiene la sensación de vivir en otro tiempo. De padecer lo que sufrieron sus padres. Y tiene razón por culpa de un Ministro anclado en la nostalgia de la Universidad en blanco y negro. El mismo que se vio forzado a rectificar después de quitar a traición la ayuda ministerial a miles de Erasmus. No soy idiota. Sé que a muchos no les hace falta. Son los que siempre viajaron y los que podrán seguir viajando para formarse o deformarse en el extranjero. Ellos no me preocupan. Sinceramente me duelen los que han estado a punto de regresar y, más aún, los que no tienen la posibilidad de marcharse para aprender otra lengua y otra cultura sólo por carecer de recursos económicos. Aunque tengan beca. Demostrando que llamarnos Estado Social es una farsa. Una palabra vacía entre miles de personas sin palabras y sin derechos. Nadie cuestiona la trascendencia del programa Erasmus. Como nadie puede cuestionar que las ayudas son insuficientes para sobrevivir en un país extranjero, especialmente los que tienen un alto nivel de vida. Como nadie puede cuestionar que quien no tiene siquiera para matricularse en España, debido al aumento inhumano en el precio de las tasas, no puede soñar con viajar a Europa. Miento. Lo hacen pero en las mismas condiciones que los emigrantes de otro tiempo.

Córdoba sufre un 72% de desempleo juvenil. A muchos de ellos no les queda más remedio que coger la maleta y marcharse. Es probable que terminen sirviendo copas a otros estudiantes que sí tuvieron la suerte de poder pagarse la estancia  o complementar la beca. Ellos sí existen porque tienen una palabra que los define. A los otros, a los invisibles, a los excluidos por el sistema, a los emigrantes, a los parados, a los que quieren y no pueden, a los de siempre, hasta el diccionario los han dejado sin palabras. Pero no sin voz. Les ha bastado gritar una vez para hacer recular a este Ministro infame y dejarlo sin voz y sin palabras. Esa es la fuerza de la juventud a la que llamaba Miguel Hernández, el poeta de pueblo y del pueblo: “Sangre que no se desborda, juventud que no se atreve, ni es sangre ni es juventud”. Esta semana han demostrado que nuestros jóvenes tienen sangre y se atreven levantando su voz y su palabra. Que no se callen. Que no los callen. Nunca.

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