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Abilio, el hombre que siempre tenía razón

Abilio Antolín, en la pista del Colegio Europa.

Paco Merino

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Lo suyo fue una pasión exagerada y bendita, lindante con la locura. Abilio Antolín ha sido un yonki del baloncesto, un quijote enterrado entre libros, vídeos y estadísticas que devoró la vida empeñado en forjar jugadores perfectos, ante los que los rivales no encontraran más respuesta que reverenciar su talento antes de asumir con decoro su inevitable derrota. Y cuando alguien preguntara de dónde había salido aquel chaval que dominaba en la pista, ahí estaría él para sacar a todos de dudas: “A ese chico le he entrenado yo”. Y punto. Soñó hasta el final con un club de Córdoba en la elite nacional. Siempre supo -o eso deducimos algunos- que era una tarea imposible, pero se comportó como si no lo fuera. Estuvo más de cuarenta años trabajando con ese elevado ideal en un lugar donde todo cuesta más que en ningún otro lado. Seguro que en todas las ciudades dicen lo mismo, pero en ésta resulta que es verdad. “Córdoba es una ciudad rara, donde es muy difícil hacer cosas que se salgan de lo común”, confesó un día este palentino que se hizo cordobés por el baloncesto y que jamás pasó por el aro. Abilio siempre defendió una manera de ver las cosas: la suya. No hacía falta que nadie le diera la razón porque ya la tenía en propiedad. Venía de fábrica.

Su presencia, para algunos heroica y para otros irritante, resulta, en cualquier caso, ineludible para entender cómo el deporte de la canasta pasó en Córdoba de ser un pasatiempo de estudiantes a una actividad profesional. Y siempre igual: por la puerta de atrás y sin recursos. Aquí hace tiempo que se pararon los relojes y pocos reparan (no quieren, no saben, no les interesa) en que los clubes históricos de la ciudad han ido cayendo como moscas, aplastados por el miedo y el catetismo de un entorno empresarial e institucional que les arrastra sin remedio a la mediocridad perpetua -en el mejor de los casos- o a la desaparición. “El baloncesto de Córdoba tuvo una oportunidad, pero nadie dio el paso para respaldar económicamente el proyecto y nos quedamos atrás”, recordaba con amargura Abilio, conductor de un equipo que se codeaba -y vencía con solvencia- en los años 80 al Mayoral Maristas de Javier Imbroda o el Bellavista sevillano, que luego se convirtieron en el Unicaja y el Caja San Fernando, estandartes del basket del Sur. Huelva y Granada eran equipos residuales, lejos de aquel emergente Juventud de Andrés López y Abilio Antolín, una pareja de hecho que no nació para pasar desapercibida. Fueron los grandes impulsores del club, uno en la presidencia y otro en el banquillo. López falleció en octubre de 2013. Abilio, el domingo pasado. Ya nada volverá a ser como antes.

Los demás progresaron y Córdoba... Bueno. Digamos que se quedó, que miró para otro lado -no para adelante, evidentemente- y se dedicó a sobrevivir. El Cajasur acabó desplomándose cuando los patrocinios se extinguieron y detrás del club no había nada que lo sostuviera. Llegó un día en que Córdoba se cayó del escenario del baloncesto español, se metió en oscuras competiciones regionales sin interés para el público y los medios, y tocó el fondo del fondo. Una situación de crisis que se resolvió, claro está, de cordobesas maneras: en lugar de unirse para salir al flote, todos empezaron a darse garrotazos con los restos del naufragio. Cuando todos se rendían y se iban a casa, Abilio se quedó cantando su canción hasta que se cansaron de escucharle. “Si no tenemos dinero, tenemos que enseñar a los chavales a jugar al baloncesto. Esto no es correr y saltar. Hay que entenderlo”, explicaba un técnico ya veterano, al que las nuevas generaciones criadas en la dictadura de las estadísticas y la influencia de la estética NBA miraban con recelo.

Abilio, cuyo alto concepto de sí mismo le impedía ser un mitómano, sí se reconocía en la escuela de baloncesto del Joventut de Badalona, donde forman “jugadores inteligentes”, decía. Todos pueden correr, todos pueden obeceder órdenes, pero pensar... pocos. Y acertar, menos. Él se entregó a la tarea con una vocación conmovedora. Igual en el Cajasur, su club de siempre, como en el Peñarroya -al que dirigió dos años- o en el Bar Moriles, con el que paladeó el deporte en su vertiente más lúdica en los últimos años. Tuvo a sus órdenes a veteranos retirados que ya antes habían pasado por sus manos cuando eran críos. Ahí encontró Abilio la pócima de la eterna juventud.

Quien pasara en los últimos meses por las pistas del Colegio Europa, al lado del Palacio de Deportes Vista Alegre, podía ver a un señor mayor con una vitalidad que multiplicaba la de los grupos de adolescentes a los que adiestraba con paciencia infinita. El Bball le llamó para que ayudara en labores de tecnificación y él se lo tomó con el orgullo de un novato. Ni un solo día se aburrió. Ni un solo día dejó de honrar su profesión, aunque no le reportara ni un solo euro. Su sueldo era vivir a tope. No como cuando era joven, porque nunca dejó de serlo. Le encomendaron una misión y él se comprometió con todo. Abilio Antolín buscaba niños altos que tuvieran algo. Y si no lo tenían, él lo descubriría. Con su carpeta llena de planificaciones de entrenamientos, de jugadas y situaciones dibujadas a mano con lápiz en folios cuadriculados, enseñó hasta el último día lo que sabía a los demás. Quienes quisieron escucharle saben lo que hay detrás de lo que decía. Bajo la áspera cáscara de las formas -su vehemencia y testarudez le reportaron problemas de relación importantes- estaba la verdad del baloncesto. Su verdad. La que defendió hasta el bocinazo final del gran partido de su vida.

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