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Guerra civilizada

Víctor Molino

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España ha entrado en guerra. Era de esperar. A tenor de lo ocurrido en los últimos tiempos, que un bando y otro entren en confrontación por corruptelas, casi que evidencia un contexto como el que ahora se vive. El país, sumido y sin receta para erradicar la crisis, parece tener sólo una vía de escape a partir de las desigualdades generadas y la crispación conseguida.

Que en los dos principales partidos políticos de España se hayan contabilizado periódicamente episodios protagonizados por  tipejos que, con un perfil parecido se muestran como humanos sin escrúpulos, inmersos en hábitos de vicio, ávidos por amasar fortuna, deseosos de disfrutar de lo ajeno y de aprovecharse de las debilidades del denominado sistema, demuestra que, se sea de una inclinación u otra, se es lo mismo. Algo que no se debe consentir.

Desde que comenzó la crisis, la gente ha mostrado más interés por mirar lo que tiene a su alrededor. Precisamente, por este motivo, ahora afloran más verdades sobre mentiras que antes. La sociedad, hastiada de padecer las incompetencias de quienes, elegidos para una función, no saben ejercerla, está más que cansada.

De ahí la guerra. Antaño, cuando se sobrepasaban ciertos límites de convivencia donde las desigualdades sociales eran  imperativo, los grupos humanos ejercían la única solución que, sociológicamente marca un antes y un después en el curso de las convivencias.

En este país se ha llegado a ese punto.  Con el arranque del mes de febrero de 2013, España, internacionalmente observada a diario por la prensa extrafronteriza, toca fondo. El país, cuya imagen institucional se ha puesto en entredicho, únicamente tiene como vía de escape la lucha que se lleva a cabo desde las parcelas de lo cotidiano.

España se ha adentrado en la pelea  interclasista. Dentro del ámbito político, por ejemplo, existen quienes, perteneciendo a la misma formación, reprochan lo que hacen sus compañeros de filas; en cualquier otro ámbito, raro es el día donde no hay disputas entre quienes haciendo lo mismo que sus homólogos se sienten infravalorados.

La nación, inundada ya de acciones hostiles sin belicismo contra el sistema, se ha visto sorprendida a la par por individuos y/o grupos que  excusan, justifican o, simplemente, no denuncian ni condenan ilegalidades. De otro lado, también proliferan a voz en grito quienes, sin otro remedio, sólo pueden condenar con el verbo. Lo uno y lo otro parece conformar la antesala del caos.

Históricamente, los problemas de la Humanidad se han solucionado con disputas. Pocas veces ha habido lugar para el entendimiento ante los grandes inconvenientes. La coyuntura  parece no conceder más alternativas.

La guerra del presente no se plantea como una batalla de armas de fuego. El fuego ahora es la dialéctica, las armas, la tecnología. Las víctimas, los parados y desprotegidos, que heridos casi de muerte laboral esperan un hospital de campaña que subsane su situación.

La sociedad española está dando muestras de un civismo que, en otros tiempos, hubiera dado paso a disparos contra el régimen. Los gobernantes deben darse cuenta de ello. La guerra civilizada es una lección de aguante absoluto. Pero cuidado, todo tiene un límite y algunos ya lo están sobrepasando.

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