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Sinatra en el salón

Juan José Fernández Palomo

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Estoy limpiando el salón, escoba en mano y el plumero preparado. Desde mi equipo de música Technics, recién re-ecualizado, maravilloso, caliente, se manifiesta Frank Sinatra.

Es media mañana de domingo en un barrio de Córdoba, pero mi salón alquilado es el Sands de Las Vegas, el patio de recreo de América.

Franky tiene detrás a la orquesta de Count Basie dirigida por el joven Quincy Jones. Es el año en que nací.

Sinatra, una sílaba, una nota, apoyándose en las vocales. Es un prodigio. Su voz tiene una cierta tonalidad nasal, la de una nariz transitada con lo mejor y más dulce que le trajo el proveedor. Es la nariz que aspiró las axilas sudadas de Ava Gadner recién dormida tras una noche larga y ahora se deja oír en el salón mientras barro. Me siento afortunado.

Siento ahora que Sinatra es Dios todopoderoso manifestándose en la estancia y llevándome de la mano hacia el downtown donde seré inmortal.

Y sé que lo merezco. Merezco ser elevado por los metales de la orquesta de Basie y arrastrado por el piano negro y brillante

Steinway que también se ha manifestado en medio de mi salón apartando el palo de la fregona.

Sueño que vivo dentro de Frank Sinatra, que estoy rodeado por su caja torácica, que encima tengo su cavidad bucal y que reposo los pies en su diafragma que me mece como un columpio.

Frank, su brazo de oro y sus ojos azules. Lo quiero mucho, me ayuda a limpiar, mueve suavemente el mocho de la fregona.

Qué sería de mí sin Él. No quiero ni pensarlo. Jamás barrería la casa y moriría enterrado bajo pelusas y ácaros. Un hedor insoportable alertaría a los vecinos y los bomberos, con mascarilla, derribarían la puerta de mi casa.

Sinatra nos enseña que cantar no es pegar voces. Y eso no es sólo una lección musical: es una lección de vida.

Oh, Franky. I love you so much.

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