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Érase una vez Córdoba...

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Alejandra Vanessa

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Érase una vez una edición especial como las de las grandes trilogías cinematográficas; una servidora provincianamediopedrochiana en la Gran Capital de Barcelona. Érase otra vez un caballero llamado Pedro García Gaitán, cordobés de a pié, afincado en la ciudad de Barcelona cuarenta años atrás. Supongamos que se cruzan en un paso de peatones barcelonés virtual y, por un segundo, la provincianamediopedrochiana siente un escalofrío y la voz de un hombrecillo del futuro que le susurra: “Túuuu ser igual que este hombre. Tú vivir fuera de Córdoba algún día”, en el futuro todo el mundo habla en infinitivo. Y un instante después, como en una vieja película de posguerra, la vida de Pedro pasa frente a los ojos de la servidora, fotograma a fotograma:

La vida en los años setenta en Córdoba era muy precaria en términos laborales, económicos y culturales, vamos, que era todo un desastre. Las aspiraciones de Pedro se veían frustradas y con veinte años decidió marcharse de su patria chica muy convencido de que ésta no le proporcionaría el bienestar que deseaba. Al criarse en el campo no hizo vida de pueblo hasta los quince años; la vida de cortijo lo mantenía muy al margen de la civilización. Sólo por la noche iba al municipio en busca de cultura, en bicicleta, cuando la luz ya no permitía trabajar en el campo. Un veterano mutilado durante la Guerra Civil impartía clases a cambio de unas pesetillas, pocas.

Disfrutaba también momentos de juegos y cabezas huecas y pensar en la musaraña con chicos de su edad y unos primos que vivían en la casa colindante. Con una caña luchaban unos contra otros o se refrescaban tras la batalla en las charcas, remezclados con ranas, sapos y todo tipo de bichejos. Dentro de la simpleza y lo insulso de los días “realmente lo pasábamos muy bien, era divertido”.

En otras ocasiones cogían un aro de hierro, le diseñaban una guía de alambre y corrían que se las pelaban. Parecía que iban en bicicleta pero lo iban rodando por el suelo y ellos corrían detrás, “y te hacías la idea de que ibas en bicicleta”; lo guiaban para un lado y para otro “brrruuu, brrrooo”, detrás del aro. Por la tarde salían a cazar saltamontes como alimento para los pajarillos que criaban por el simple capricho de criarlos. Salían descalzos, a cuarenta grados, por esos campos en los que las piedras quemaban como si fueran tizones del fuego. En definitiva, los juegos transcurrían con poco conocimiento de lo que era la vida real.

Los zapatos te duraban hasta el año siguiente, el presupuesto era unos zapatos por año y si se te gastaban a los seis meses, tenías que ponerle parches o con un alambre hacerle un apaño, y aguantar hasta que llegase el año próximo, que tocaban otros zapatos.

La comida era algo que en casa de Pedro celebraban. Cuando su madre iba al pueblo, festejaban que a su vuelta les traía plátanos, “era una gran fiesta”; el pan se iba a comprar y se mantenía quince días en unas tinajas; y si querías comerte un guiso con carne tenías que salir a cazar, no podías ir a comprar un pollo a la pollería.

Los años de adolescencia despertaron un mundo de preguntas e inquietudes en la cabeza de Pedro, “que la vida no podía ser tan simple, que tenía que haber otras cosas y las cosas que allí buscaba no las podía encontrar”. Todo lo ponía en duda: “yo quiero saber el porqué esto que tú me estás contando, que no atiende a ninguna lógica”. El cuerpo le ardía por las ansias de saber.

Cuando Pedro aterrizó en Barcelona se sintió muy pequeño. Sentía tanto apego a la tierra, a su entorno, que dejarlo era traumático. La rabia le comía por dentro ya que él lo apreciaba pero, por otro lado, su entorno no cubría ni siquiera primeras necesidades. Sin embargo, el propio hecho de tener que salir en esas condiciones, tan convencido de que tenía que marcharse porque sí, le sirvió para adaptarse de una manera muy rápida al nuevo entorno, sin encontrar cosas a faltar, salvo la nostalgia típica del folclore y las raíces. Sabe que si no hubiese tomado esa decisión el entorno podría haberlo castigado mucho. En 2012 volvió a Córdoba después de treinta años y “me sentí extraño, raro con la gente con la que hace tanto tiempo conviví de alguna manera”.

Cuando la servidora provincianamediopedrochiana pisó el pasado jueves su primera avenida se sintió pequeña. Sin embargo, a cada paso fue creciendo como la habichuela que guardas en un vaso de yogurt y mimas y riegas y observas y muestras a los familiares que llegan a casa. Subió al tren de vuelta con todos los tópicos de felicidad que puedas imaginarte y una tristeza que tampoco a ella dejaba de oprimirle muy adentro, “la rabia”.

Pincha y escucha cómo transcurrió la Comunión de Pedro: ¿Mi? Primera Comunión

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