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Oficinista Buendía

Elena Lázaro

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Hace dos días, frente al pelotón de fusilamiento, la oficinista de turno había de recordar aquella tarde remota en que su padre la enseñó a aguantar los chaparrones sin rechistar.

Eso pensé  a plena luz del día, frente a una cafetera eléctrica y con la tostada aún entre las muelas cuando fui testigo el jueves -un día un poco tonto, que parece viernes, pero que se comporta como un miércoles- de un fusilamiento público.

Ocurrió en la mesa de al lado, mientras desayunaba con algo de prisa y mucha paciencia (la camarera está cada día más despistada). Cuatro oficinistas compartían mesa y cafés cuando pude afinar lo suficiente el oído y escuchar su conversación. Tres de ellos se sinceraban ante la cuarta. Se habían hartado de sus malas formas, sus gritos y su despotismo y habían decidido soltarlo.

La ráfaga empezó tranquila. Ra-ta-ta-ta. No sabes pedir las cosas por favor-eres incapaz de ilusionar a tus compañeros- creas tensión - y haces parecer que sólo trabajaras tú. Ya estaba la déspota a punto de caer al suelo cuando el más tranquilo lanzó el tiro de gracia: podrás huir de nosotros, pero no de ti misma.

Y entonces fue cuando pensé que si los Buendía sobrevivieron en Macondo a los chaparrones y a aquellos cien años de soledad, la déspota también lo hará.

Por cierto, fuera llovía.

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