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Latidos

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Elena Lázaro

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Antes de salir de la cama, en reposo, sus pulsaciones apenas pasan de 40 al minuto. Si pegas la oreja a su pecho puedes distinguir un ritmo pausado, pero cautivador. Tun, ya está repartiendo sangre por todo su cuerpo; tun, ya se llenan de nuevo las aurículas. Sístoles y diástoles que parecieran palmas marcando el compás de algún palo flamenco, el más lento de todos.

Ese ritmo es propio de deportistas, de quienes tienen una cualidad innata para el ejercicio físico. En su caso, unos cuantos maratones y un par de triatlones dan fe de ello.

Para otros, ese ritmo es la prueba irrefutable del tamaño del corazón de quien así late. De nuevo la proporcionalidad inversa de las cosas: menos latidos, más corazón. El suyo es enorme. Late lento para repartir sangre, pero, sobre todo, para amar sin sufrir, con el tiempo suficiente para volver a llenarse y alcanzar ese estado “infinito e inabarcable” del que siempre habla.

Desde hace algunos días, su pulso está acelerado. El palo ha cambiado de tercio y el amor parece haberse vuelto finito. Cuando la sangre no circula como debe aparecen los primeros síntomas de enfermedad: las manos se hinchan, comienzan los calambres y llegan las lesiones. Y eso en un deportista puede ser letal, por eso el miércoles le puso remedio. Se medicó contra el desamor y mañana vuelve a calzarse las zapatillas para correr una media maratón a mil kilómetros de la cama donde su corazón latía lento, pausado, cautivador.

Yo espero… espero verle cruzar la meta con una sonrisa, esa sonrisa, donde y cuando sea.

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