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Una intrusa en mi habitación

Elena Lázaro

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Si me hubiera acordado de poner a cargar el teléfono anoche nada de esto habría pasado. Si hubiera enchufado el maldito cacharro, no hubiera vuelto a por el cargador dejando la puerta de la habitación entreabierta.

Siempre me ocurre lo mismo en los hoteles. Me quedo dormida repasando los últimos post en las redes y me olvido de cargar el teléfono. Pero es que son tan impersonales estas habitaciones, que no invitan a leer, mucho menos a escribir. Es como si anularan cualquier atisbo de creatividad, uniformando las cabezas de sus huéspedes con la misma estudiada y exquisita elección de la decoración y los amenities de sus baños. O no, quizás sean sólo excusas que busco para practicar la vagancia cuando salgo de casa a cualquier congreso o reunión de trabajo.

Tengo que reconocerlo: cada vez que me alojo sola en un hotel paso toda mi estancia sin recoger si quiera un calcetín. Abro la maleta y voy dejando la ropa, los zapatos, el ordenador, los papeles del trabajo, todo esparcido por la moqueta, repartido por cada rincón. A lo mejor es un intento de ocupar todo ese espacio libre, como si pusiera pequeñas banderas de conquista en cada centímetro cuadrado, incluso en la cama, donde acostumbro a dormir en diagonal disfrutando de todo ese desorden caótico.

Quizás por eso haya ocurrido todo esto, es como si la hubiese estado llamando a gritos. Ha entrado sigilosa y me ha sorprendido junto a la mesilla de noche buscando el cargador en el cajón –es lo único que estaba recogido-. Me ha dado un susto de muerte. Al principio no he caído en la cuenta de quién era. He pensado que era sólo una niña despistada que ha confundido la habitación de sus padres con la mía. No es extraño. No creo que haya un solo detalle que las distinga. Ha sido al acercarme a ella dispuesta a ofrecerle ayuda para encontrar a su familia cuando he sido consciente de quién era realmente la intrusa.

Su cara es exacta a como la recordaba. Llevo años sin desempolvar los álbumes de fotos, pero distinguiría esos ojos caídos y esos mofletes en cualquier lugar del mundo. Además ha tenido el descaro de traer puesta mi adorada camiseta de rayas verdes con bermudas compañeras, que tan bien conjuntaban con mi lazo de raso naranja sujeto alrededor de la cabeza a modo de diadema. La visión me ha dejado sin respiración y he caído redonda al suelo.

He debido golpearme la cabeza porque tengo manchas de sangre en la camisa y me duele la frente, pero no puedo verme. El espejo del armario está al otro lado de la cama y por más que intento moverme no lo consigo.

- Deja de moverte o te harás daño otra vez. No tienes nada. Ha vuelto a sangrarte la nariz ¿o es que de eso tampoco te acuerdas? Con todo el algodón que te has tragado eres incapaz de recordar con cuánta frecuencia te pasaba. Ya sé, ya sé que ahora no usas algodón, que cuando le sangra la nariz a tu hija le das un cubito de hielo para que lo chupe como si se tratase de un caramelo, pero entonces nadie sabía eso. Nos ponían el algodón y nos echaban la cabeza para atrás. Al menos recordarás el sabor de la sangre ¿no?

- Lo recuerdo ¿has venido para eso, para que no olvide el sabor a sangre?

- No. No me importa lo que recuerdes. No me importa lo que pienses. Vengo por mí.

Me cuesta ver en ella tanta amargura. Siempre fue muy redicha, una sabionda bastante pelota con sus maestros, lo que algunos interpretaban como señal de madurez y seriedad poco frecuente en las niñas de su edad, pero no era más que la interpretación de un papel para llamar la atención.

- ¿Sabías que ya apenas existo? Paso meses desaparecida, me hago invisible y cada vez es más difícil volver a ser real. Tardé años en darme cuenta de lo que estaba ocurriendo. Al principio sólo eran unas horas. Creía que dormía más de lo normal, pero luego me fui dando cuenta de que eran días enteros, incluso meses. Tuve que dejar de leer mis cómics. No me dejabas tiempo para ello ni para escribir mi diario ni para llorar porque Eloy no baja a jugar y ha vuelto a coger de la mano a otra. Ya ni siquiera escuchas mi música, pasas horas con discos aburridos de jazz que ni entiendo ni creo que te gusten. ¿Es que ya no bailas? No digo que tengas que organizar coreografías enteras con tus amigas para pasar por todas las clases del colegio, pero al menos podrías moverte un poco. Perdón, lo olvidaba, ahora corres 40 kilómetros a la semana ¿Es que te has vuelto loca? Con lo que sufrió la abuela Rosa creyendo que eras paralítica de lo que tardaste en empezar a andar por pura vagancia.

- ¿Cómo has podido volver? ¿Qué quieres?

- Han sido los piojos. Ellos me han ayudado a existir. El martes cuando pasaste media tarde quitándoselos a tu hija, un par de ellos logró llegar a tu cabeza. Has pasado la noche rascándote. Por eso olvidaste enchufar el teléfono. Tus quejas y llantinas por esa pareja de parásitos me han devuelto a la existencia. Además está todo este desorden. Sólo en los hoteles dejas de ser doña perfecta. He pasado muchas noches durmiendo contigo, a pesar de que esa postura que coges apenas me deja sitio. Pero luego despiertas y empiezas a trabajar. Algunos días me quedo observándote. Volvemos a ser la empollona de la clase, pero ya nunca llega el recreo para jugar a mosca o comernos un bocadillo de chorizo sin pensar en que vaya a provocarnos un infarto. Me aburres y desaparezco. Creo que hoy también lo haré. No quiero darte más explicaciones. Haz lo que quieras, pero lleguemos a un acuerdo. Sé una mujer madura, pero suéltate la melena de vez en cuando y ven a bailar conmigo.

Ha dejado de dolerme la cabeza, sólo me pica. Aún tengo el teléfono en la mano. Intentaré llamar a recepción para pedir auxilio. He debido tropezar con mi maleta al volver a por el cargador y me he golpeado con la mesilla. No sé cuánto tiempo he estado inconsciente. Creo que no iré hoy a trabajar. Vaguearé todo el día y por la noche saldré a bailar.

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