Hay quien tiene que aprender a vivir con los pies demasiado grandes o la nariz exageradamente puntiaguda o unos ojos minúsculamente dibujados en su rostro. Yo hace años que acepté mi patológica propensión a espiar a la gente, a meterme en sus conversaciones, a observarla, a escuchar atenta la sabiduría de la calle. Al principio ocultaba mi defecto de la misma forma que mi vecino del tercero usa zapatos de vestir que disimulen su talla 48 de pie; o mi seño Doña Matilde usaba gafas de aumento para hacer crecer su mirada. Llegué incluso a crear un seudónimo bajo el que esconderme. Me hice llamar Mujer Cero. Con la edad, claro, he aprendido a disfrutar de esta tara que arrastro desde la infancia. En Cordópolis he salido del armario y he decidido profesionalizar mi propensión al espionaje, convirtiéndome en la Agente Lázaro, una cotilla en la city. Si nos cruzamos por la calle, disimulen, les estaré observando.
Crónicas de un verano inmunizado (II). Manual urgente para viajar en pandemia
- Los viajes se miden mejor en amigos que en kilómetros
- Viaja más rápido el que viaja solo, viaja más lejos el que viaja acompañado
- Viajar es lo único que compras y te hace más rico
- Lo que importa es el camino
- No viajas para cambiar de lugar, sino de ideas…
¿Sigo? Lo pregunto porque la lista de frases naif sobre los viajes en la era de la ñoñez instagramer es interminable y este post demasiado corto.
El asunto es que después de año y medio he vuelto a viajar en transporte público por el país y, por mucho empeño que le he puesto, no he sido capaz de dar con una frase solemne que quedara bien en mis redes sociales y pudiera acompañar una imagen lo suficientemente sugerente como para añadir unas pocas almas más a mi lista de amistades virtuales. No ha habido manera. Y hay razones. La primera, porque por mucho que haya avanzado la tecnología sigo siendo una absoluta inútil captando instantáneas. No lo conseguía con los carretes de la kodack de mi padre y no lo consigo con las multicámaras y pantallas digitales. Que no. Lo mío son las mil palabras, no la imagen capaz de sustituirlas.
Tampoco ha ayudado el hecho de que para este primer viaje me haya metido una sobredosis de kilómetros en transporte público en plena pandemia. Concretamente, 1900 kilómetros en 72 horas a razón de 700 en tren, 900 en avión y 300 en bus. Sí, como suena. Porque ya que abren toriles hay que hacerlo a lo grande. Y, claro, no hay manera de ponerse profunda ni ñoña ni bien encuadrada con tanta norma, tanto protocolo y tanto sheriff suelto.
Así que ya que no he podido regalar una buena imagen que resuma cómo es viajar en transporte público en este verano a medio inmunizar, aquí va un manual urgente para hacerlo.
- 1. Viaja en avión sólo si la nostalgia de los abrazos ha alcanzado tal nivel que eres capaz de disfrutar del roce con desconocidos en colas interminables para facturar y recoger tu maleta.
Sí, queridas personas con ansias de volar, ahora la facturación es obligatoria. Argumentan compañías como Vueling que es por protocolo covid. Y debe haber una poderosa razón para que eso sea así. Una poderosa y secreta razón en virtud de la cual sólo quienes se rasquen el bolsillo pueden subir sus maletas a la cabina. De lo contrario, disfrutarás de dos horas de hacinamiento colectivo en un espacio asfixiante sin ventilación exterior. Se llama aeropuerto.
Existe una segunda posibilidad. La descubrí después de hora y media en la cola y me la reveló un grupo de veinteañeras de vuelta de una semana de fiesta. Es sencilla. Como todas las ideas que el ingenio de la juventud sin un euro en el bolsillo es capaz de desarrollar. Consiste en hablar en un tono elevado sobre la cita que tienes nada más aterrizar para hacerte una PCR. Existen modalidades como mencionar tu paso por Magaluf o toser o estornudar, a ser posible, retirando tu mascarilla. Entonces, un amplio espacio se abrirá como si el mismísimo Charlton Heston se hallara frente al Mar Rojo. No hay báculo como la covid para marcar la distancia.
- 2. Echa a la maleta una jeringuilla y un bote de suero y busca en internet un tutorial sobre cómo funciona eso de la alimentación en vena.
Asume que aquella tradición de preparar picnics a escondidas de los camareros del buffet libre del hotel para poder comer durante el viaje está más perdida que el uso de la mantilla un Jueves Santo. Tampoco si has preparado un bocata de mortadela en casa podrás bajarte la mascarilla para masticar. No importa si te has levantado a las 5 de la mañana en Durango y tienes que llegar hasta Badajoz y tu estómago ruge como si no hubiera un mañana; en los viajes pandémicos sólo se come si entras en la cafetería de la única parada de más de 5 minutos de todo el trayecto. Ni siquiera en el andén puedes mover el bigote al aire. Si lo haces te puede pasar como a Lourdes (madre soltera, charlatana, vacunada con una dosis de Moderna, empleada de una empresa de limpieza, propietaria de un teléfono que no entendería ni el mismísimo Bill Gates, cuarentona con serios propósitos de continencia festiva después de su última resaca… podría seguir e incluso escribir su biografía completa después de viajar con ella en autobús durante 4 horas, pero insisto en que el post es corto). Lourdes, que nada más hincar el primer bocado ha recibido un grito del guardia de seguridad de la estación de Burgos. Un tipo malencarado, con porra a la cintura y un dudoso gusto por el uso de fijadores para flequillos modelo Anasagasti.
- 3. Aprovecha lo aprendido y ponte en la cola
Asúmelo. Después de año y medio de pandemia, decretos y protocolos, hemos aprendido a cumplir exactamente con lo que se nos dice, así que ahora nos ordenamos perfectamente en las colas. Bueno, el grado de perfección requeriría cierto análisis y debate multidisciplinar. Es posible que ante un observador finlandés nuestras colas pudieran revelar cierta adaptación geográficocultural del concepto “distancia social” o, lo más preocupante, escondieran algún tipo de tara evolutiva que nos lleve a reinterpretar el sistema métrico hasta el punto de escalar el metro y medio recomendado a, digamos, un par de centímetros. Pero el caso es que hemos aprendido a colocarnos unos detrás de otro sin rechistar. No importa que se trate de una cola de hora y media como la disuelta por las veinteañeras para facturar maletas en un aeropuerto; de un control de seguridad antes de subir a un tren de alta velocidad -todo el mundo sabe que viajar en Cercanías inmuniza contra la posibilidad de contagios y atentados y por eso en ellos no es necesario ordenarse ni controlar nada-, o de la espera de instrucciones para cargar el equipaje en el lugar exacto que indique el conductor del autobús. Ahora sabemos hacer colas y no necesitamos que ningún observador nórdico venga a validar nuestra metodología. Eso lo hace perfectamente Yadira, una cubana también medio vacunar cuando acompaña a la estación a su tía Laila a cargar una vida completa, que es lo que debe caber en 5 maletas y 2 mochilas. Yadira ofrece instrucciones a todo el personal sobre dónde debe girar exactamente la fila para no perderse en la confusión de los viajeros a Benidorm, que no es lo mismo que Badajoz. Pero ¿es que hay alguien mejor que un cubano para la auditar una cola?
- 4. Evitar cruzar la mirada con la autoridad competente
Exactamente por las mismas razones que las expuestas en el punto anterior (la pandemia, los decretos y los protocolos), igual que hemos aprendido a obedecer, hemos aprendido a mandar. Y lo mejor, a disfrutar haciéndolo. Así que ahora si eres uno más en la fila de cajas del supermercado, pero te han contratado de vigilante jurado en un aeropuerto, estación de tren o de autobuses, tienes la oportunidad de vengarte y sentir ese gusanillo de excitación que produce mirar fijamente a alguien que bebe un café en el andén y pronunciar con toda solemnidad, incluso, si es posible entonando a lo Clint Eastwood, las palabras mágicas: “Señora, la mascarilla”. Por eso, háganme caso: lo mejor es evitar el cruce de miradas. Docilidad y buena letra.
- 5. Visualiza la meta
Llegados a este punto, ante la urgencia de este manual y mi incompetencia para la redacción de frases profundas, me limitaré a sugerirles que mientras esperan en la cola o viajan hacinados piensen que “podría ser peor, podría llover”.
Sobre este blog
Hay quien tiene que aprender a vivir con los pies demasiado grandes o la nariz exageradamente puntiaguda o unos ojos minúsculamente dibujados en su rostro. Yo hace años que acepté mi patológica propensión a espiar a la gente, a meterme en sus conversaciones, a observarla, a escuchar atenta la sabiduría de la calle. Al principio ocultaba mi defecto de la misma forma que mi vecino del tercero usa zapatos de vestir que disimulen su talla 48 de pie; o mi seño Doña Matilde usaba gafas de aumento para hacer crecer su mirada. Llegué incluso a crear un seudónimo bajo el que esconderme. Me hice llamar Mujer Cero. Con la edad, claro, he aprendido a disfrutar de esta tara que arrastro desde la infancia. En Cordópolis he salido del armario y he decidido profesionalizar mi propensión al espionaje, convirtiéndome en la Agente Lázaro, una cotilla en la city. Si nos cruzamos por la calle, disimulen, les estaré observando.
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