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Carlos, el conquistador

Elena Lázaro

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Cuentan que ha

ce años llegó a Córdoba un asturiano de origen gallego y un apellido vasco. Un hombre culto, exquisito en sus maneras, educado, de voz tenue y pausado. Tenía el muchacho todos los mimbres para sentirse marciano en una tierra en la que las emociones se explican a voces y paciencia es sólo el nombre de una monja.

Podría haberse dedicado a la Arquitectura, pero debió prever el pinchazo de la burbuja décadas antes de que explotara en las narices de medio país. De haberlo querido, hubiera podido consagrar su existencia a las Matemáticas y seguramente hubiese dejado en pañales al mismísimo Fermat. La Ley y el Derecho podrían haber ocupado su tiempo y probablemente los corruptos temblarían ante sus sentencias. Pero no.

El astur, que leía filosofía y sabía latín (sic), eligió como oficio una profesión de noctámbulos y ácratas. Y el marciano se descubrió el más terrícola de los terrícolas. Compartió madrugadas de cierres, tensiones de portadas y noticias de ésas que hacen historia, aportando el aplomo que tanto escasea y tanta falta hace en los momentos críticos.

Aquel educado celta conquistó la ciudad con el arma de su sabiduría, nacida de su innata imperturbabilidad, la ataraxia de los griegos y la Fuerza del Jedi. Todo envuelto en una presencia única que llenó la redacción, primero, y el Rectorado, después.

En el camino, el paisano de Don Pelayo fue ganando discípulos, compañeros y amigos. Y ni un solo enemigo. Tantos son los que le consideran parte de su vida, que se podría formar con ellos un ejército de plumillas con el que conquistar el universo de las palabras y la amistad.

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