Un buen chico
Está sentado frente a la directora general. Lleva un jersey rosa pastel, camisa blanca con detalles morados en los puños y vaqueros oscuros, aunque ella no puede verlos. La mesa le cubre de cintura para abajo y es imposible que la señora pueda ver más allá de sus narices. En realidad, ni siquiera desnudándose ante ella podría intuir de qué pasta está hecho su interlocutor. Ella ve a un joven, dinámico y creativo profesional. Nada más.
Con un poco de sensibilidad podría intuir cierta timidez en sus palabras, pero aún seguiría a años luz de su verdadera esencia. No podría adivinar que hace sólo unos años, el chico del jersey rosa se jugaba la vida escapando de la policía en un coche destartalado a 150 por hora entre las estrechas calles de la ciudad conducido por un ladronzuelo adicto al hachís fan del vaquilla.
Desde su sillón y por muchas gafas bifocales que use no puede verle crecer en un barrio en el que sólo unos pocos privilegiados eran instruidos correctamente en la diferenciación entre el bien y el mal. El resto confundía los términos hasta perderse en los placeres de la violencia gratuita. Pero él no. Él tuvo la suerte de tener unos padres doctores en marcar la línea que era imposible cruzar y maestros en inculcar la certeza de lo que está bien y lo que está mal.
Tanto aprendió, que hoy es incapaz de cruzar esas barreras, de dejarse llevar y disfrutar las delicias de sentir la incorrección. El temor a disfrutar de lo prohibido, sumado al terror a desviar su camino y errar en una decisión, es lo que lo mantiene sereno, incorruptible. Es lo que ha hecho de él un buen chico.
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