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El olvido

Luis García

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Hace no mucho hablaba con mi querida hermana sobre las traducciones de los títulos de los filmes que perpetraban ciertos productores sin alma, sobre su estupidez y falta del más básico sentido común y del gusto. Por una vez, una película, una joya del arte, no sufrió esta habitual mutilación y la traducción castellana, El crespúsculo de los dioses, se adaptó perfectamente al contenido de la cinta, y el “Sunset Boulevard” adquirió resonancias wagnerianas en un título muy apropiado. El año de su estreno, 1950, crítica y público quedaron fascinados por la película como si estuvieran hipnotizados por una especie de encantamiento. Esta fascinación, que sin duda sigue presente hoy, provenía del barroquismo decadente de sus imágenes, del uso extraordinario de la luz que transmitía la sensación de estar fuera de tiempo, pero, principalmente, de la figura absolutamente absorbente de Gloria Swanson.

La actriz, famosa estrella del cine mudo, permanecía alejada de la pantalla desde 1932. La llegada del sonoro la marginó como a muchas otras grandes divas de la época dorada. Cuando a finales de 1948 Billy Wilder y su entonces colaborador Charles Brackett (del que se separó después de rodar esta película, tras ocho años juntos) preparaban un filme sobre una estrella de Hollywood en decadencia, pensaron en ella para interpretarlo. Swanson aceptó el reto que significaba ponerse de nuevo ante las cámaras para encarnarse a sí misma, aunque tenía suficiente inteligencia para saber que ella no era Norma Desmond, entre otras cosas porque la Swanson se conservaba muy bien para sus cincuenta años, lo que obligó a envejecerla para el papel.

La historia que Wilder y Brackett querían contar se iba haciendo poco a poco a medida que se adelantaba en el rodaje. Lo único que estaba claro desde el principio era el triángulo formado por los tres personajes que iban a vivir (y morir): Gloria Swanson como Norma Desmond, Erich von Stroheim (el hombre al que te gustaría odiar) como Max von Mayerling, el mayordomo y chófer que antes fue su director y marido, y, por supuesto, el inimitable William Holden como Joe Gillis, el joven escritor que se ve atrapado en una seductora y aterciopelada trampa mortal. El resto estaba en la cabeza del director pero no en un guión escrito. Y ese resto era una indagación en torno a un único y obsesivo tema, la muerte, que se encuentra ya presente en la primera secuencia de la película utilizando para ello un recurso narrativo absolutamente novedoso que desconcertó al público de la época.

Por primera vez el cine se saltaba por completo una regla, la de la verosimilitud, haciendo que la historia la contara un muerto. No era una narración sobre el muerto sino un relato en primera persona contada por el asesinado Joe Gillis. Cuando al aparecer el cadáver en la piscina de la lujosa mansión de Sunset Boulevard oímos una voz en off, estamos lejos de pensar que es la del cadáver que se ve a sí mismo en una pirueta cinematográfica digna del más opiáceo Jung, reflexionando cómo ha llegado a la condición de muerto.

A partir de este principio todo el filme discurrirá alrededor de la muerte, la decrepitud, la decadencia, llegando incluso a sentirse el olor a orquídeas marchitas. Desde la terrorífica imagen del entierro del mono hasta sobrecogedora secuencia final en la que una enloquecida Norma Desmond desciende las escaleras tras matar a su amante pensando que está interpretando un plano de la película, todo El crepúsculo de los dioses se nos presenta como una espiral sobre el tiempo detenido, sobre el instante mismo de la muerte.

En la enorme mansión de Norma (un palacio de la familia Getty), el tiempo se paró en 1928. De ello se encarga Max, el devoto marido-criado interpretado majestuosamente por von Stroheim. Norma vive fuera del mundo dedicándose a revisar viejas películas (La reina Kelly en concreto, ante la que, en una imagen particularmente deslumbrante, con el cabello iluminado por la luz del proyector, exclama “ya no hay rostros como ése en el cine”, o a jugar mórbidas partidas de cartas con viejas estatuas, entre las que encontramos a Buster Keaton o a Hedda Hopper).

Billy Wilder definía la película como una mezcla del verdadero Hollywood con un Hollywood inventado. De ella se dijo que era el mejor filme que se había hecho nunca sobre Hollywood. Quizá podríamos decir que es el único filme que se ha atrevido a mirarlo por dentro.

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