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El material con el que se forjan los sueños

Luis García

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Un director novato, (John Huston); un actor felino (Humphrey Bogart), unos secundarios extraordinarios (con Peter Lorre y Sidney Greenstreet a la cabeza) y una maravillosa historia de Dashiell Hammett conforman la película que definió para la posteridad las reglas y el estilo del más puro cine negro.  Una estatuilla milenaria, el halcón maltés, es el nudo central que mueve vertiginosamente a los personajes.

Durante los meses de junio y julio de 1941, un bisoño realizador de treinta y cinco años rueda El halcón maltés. Al mismo tiempo, un escritor llamado Samuel D. Hammett escupe sangre intermitentemente, no se queja, dilapida con elegancia y aburrimiento el fácil y abundante dinero con el que Hollywood pretende alquilar su inteligencia, alterna separaciones y reencuentros con Lillian Hellman, el último regalo de la madurez, el único asidero vital que le queda, intenta que el ejército le acepte y fracasa en su intento de superar el alcoholismo y la tuberculosis. Diez años más tarde, una rata trepadora, un hurón fanático y un tramposo de tercera llamados Nixon,  Hoover y McCarthy enviaron su maltratado cuerpo a pudrirse en una cárcel federal bajo el lema “Dios salve a América”. Por no chivarse, por no renegar de su honor y de sus creencias, por intentar sostenerse vivo en la desesperación, por mantener la dignidad en un tiempo de canallas. Su última entrega a la imprenta fue en 1934. No escribió más. Tampoco pudo asistir al estreno cinematográfico de El halcón maltés.

John Huston, además de credenciales tan atractivas como ser el niño aventurero y estrafalario del gran Walter Huston, también había triunfado por sus trabajos como guionista en Juarez, Jezabel, El último refugio y Sargento York. Fue lo suficientemente astuto como para conseguir que, en premio a esos éxitos, la Warner le permitiese el pase a la dirección. Eligió El halcón maltés. El tipo era testarudo y pretendía deslumbrar con un material en el que otros se habían estrellado hasta en dos ocasiones. La productora le ofreció 300.000 dólares para el experimento, ocho semanas de rodaje y unos colaboradores de lujo para que el niñato se sintiese arropado: Adolph Deutsch en la música, Arthur Edeson en la fotografía y al hierático y tenebroso George Raft como protagonista. Raft, de todo menos intuitivo, se negó a trabajar con un primerizo y sirvió por segunda vez el pastel a Bogart. Salimos ganando todos.

Huston, a pesar de su arrogancia, rodó cada escena como si fuese la más importante, dejó que todos los planos tuvieran su peso y no se permitió demasiados detalles de autoría. Al fin y al cabo, el material literario hablaba del tema que más obsesionaba a un permanente ganador: el fracaso. Filmó línea a línea la novela de Hammett y su brillante personalidad se encargó de encontrar el clima que necesitaban esas situaciones, la atmósfera que tenían que respirar esos personajes. Omitió la estremecedora historia que marcó la moral del inmortal detective Sam Spade. También acortó el final de la novela. Cierra con Spade viendo cómo la policía se aleja con su único sueño, que él mismo ha destruido. Ignora el rechazo físico y moral de la enamorada secretaria de Spade hacia éste al creer que ha actuado cruelmente al entregar a la ley a la mujer que quiere. Aparte de estas dos supresiones, el director se comportó como un ilustrador fiel, casi modélico, de la novela. Es la historia de un engaño permanente, de una carrera de obstáculos en la que hay que introducir a tiempo la zancadilla, de un modo competitivo en el que la amoralidad es la abeja reina, en el que los sentimientos son menos útiles que la eficacia. El premio para el ganador consiste en una estatuilla de incalculable valor que al final también se revelará como falsa, “hecha con el material con el que se forjan los sueños”.

En este universo de villanos sardónicos y codiciosos las fidelidades no existen o tienen un precio; el amor es bronco, desconfiado y oportunista; la noche, definitivamente negra; la ética, un concepto obsoleto; el lenguaje y la finta verbal, un instrumento mortífero de defensa y ataque; el humor, cruel; la justicia, una noción infinitamente más grisácea que la delincuencia. Es el mundo adecuado para que se imponga Sam Spade, el más profesional, el fajador con paciencia, el que más se respeta a sí mismo aunque deba pagar por ello un precio muy alto. También es el más escéptico, el embaucador más rápido y el más ambiguo. Hay momentos en esta maravillosa película en los que el argumento se pierde o es complicado de seguir. Da igual. Se compensa con un ritmo vertiginoso, con diálogos magistrales, con hipnóticas presencias físicas, con giros deslumbrantes, con la sensación de lo imprevisible, de que nunca sabes qué va a ocurrir en el plano siguiente, qué nuevo método de despedazamiento van a seguir los reyes de esta partida de ajedrez.

Bogart, la leyenda, ofrece un recital de sarcasmo exhibicionista, de locuacidad maligna, de dureza y de romanticismo soterrado. Su cara se vuelve sombría al final, su mirada presagia el derrumbe, la misma de ese Rick que se prepara para la soledad en Casablanca. Inspira tanto miedo como compasión, aunque él rechazaría lo segundo. No queda espacio en este artículo para hablar de los mejores secundarios que han existido en la historia del cine. De los ciento cuarenta kilos del cínico Sidney Greenstreet, de la turbiedad magnética del morfinómano Lorre, de la paranoia y del desamparo de Elisah Cook. Sin ellos, El halcón maltés no se hubiera convertido en un clásico.

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