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El gran carnaval

Luis García

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Por desgraciados motivos de la actualidad más cruda, recuerdo el impagable regalo que supuso ver por primera vez El gran carnaval, una de las más precisas, recias, duras películas del ralo ramillete de negruras, alguna con feroz capacidad para ir al grano, con el que el viejo Hollywood vació sobre celuloide las querellas de la inteligencia de su país contra la ralea de la gentuza periodista amarilla, algo sobre lo que en España sabemos bastante. El pozo negro del amarillismo más rancio y sus innumerables clientes, hoy apiñados en ese estercolero de la estética del linchamiento que son los reality shows, o como cojones se llamen, nunca fue presentado tan al desnudo, tan con todo su cinismo a cuestas, tan como está hoy refugiado en turbios televisores que apestan el globo, como en esta genial y terrible película. Hay tanta capacidad de desvelamiento en la farsa trágica que lleva dentro (realizada en 1951, en pleno macarthysmo), que no tuvo más remedio que fracasar en su presente. Hay quien dice que naufragó porque no fue entendida, pero ocurrió exactamente lo opuesto: fue perfectamente entendida y por eso fracasó.

La gente de aquella América no estaba por la labor de ver la parte amarilla de su mala sangre reflejada en un espejo negro. Cuando el film se estrenó, funcionaron velozmente, además de las censuras gremiales, los cortocircuitos autodefensivos de la alerta y el boca a oído; y los contempladores de cine se quedaron en sus jaulas, negándose a ir a verla, con la cabeza a buen recaudo bajo el ala. El gran malo de la ficción de El gran carnaval no es el periodista chapucero y canalla que con la exageración exacta interpreta Kirk Douglas, sino la turba de pacíficos ciudadanos sanguinarios que acude a su llamada y baila a su siniestro son. La vileza del reality show o, si se quiere, de la gran carnavalada, proviene de quienes lo contemplan en tanto o en mayor grado que de quienes lo ofician.

El malvado y extraordinario talento de Billy Wilder, sin perder nunca el don de la sorna, escupe aquí rencor contra los plumillas amarillentos y sus toscos rebaños; y se nos pone grave, a ratos solemne, para reír a solas, mientras deja lívidos, y escondidos detrás de una máscara funeraria, los rostros de los espectadores, verdaderos culpables, verdaderos malos del horror que narra El gran carnaval. Hay humor, aunque suene casi a secreto, en el viciado subsuelo que levanta, como a una costra, esta maravillosa película o panfleto o lo que coño sea. Es el humor de la embestida, la hermosa osadía de llamar, en sus mismísimas barbas, bestial y bastarda a una colectividad crédula y embrutecida por la negrura amarilla de los hijos del ciudadano Kane o Hearst, McCarthy o Nixon, Murdoch o Bush.

La negrura amarilla de El gran carnaval tuvo décadas más tarde una réplica amable en la gozosa cochambre periodística de Primera plana. Pero esta genial comedia oscura es un caramelito comparado con el helado de vitriolo que hay dentro del cucurucho de El gran carnaval. Wilder la odiaba y no hablaba nunca de ella, pues consideraba una vergüenza profesional su absoluto fracaso, del que se culpaba. No era así, pues no era su culpa correr por delante del tiempo que le tocó. Hoy, la película es de lo más elevado de la obra del director. Se les hizo insufrible a los estadounidenses, enorgullecidos de su victoria contra el fascismo, ver cómo la lógica de esa dictadura cuya destrucción les engallaba renacía a sus pies en una de sus manifestaciones más sucias y anidaba en el corazón de su país, y  un maldito peliculero austríaco, compatriota de Hitler, era precisamente quien sacaba aquel trapo sucio a la calle.

El gran carnaval fracasó en su tiempo porque fue expulsada, arrancada de cuajo (por manos que sudaban delante de sus imágenes gotas de un malestar colectivo invencible) de la memoria del cine norteamericano. No tenía, y a veces pienso que ni tiene, cabida en ella. Sigue expulsada, intragable, pero cada año sube un paso más en las rampas de las cumbres del cine de todos los tiempos, del gran Hollywood que hizo posible este prodigio cinematográfico, aunque luego se escondiese de él, como el moribundo que se esconde de su cáncer.

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