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Edwards

Luis García

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Escuché su nombre en mi adolescencia, cuando empezaba a descubrir que las películas que adoraba tenían un autor. Me impresionó Días de vino y rosas, la observación de esa pareja feliz que disfrutaba tanto el uno del otro estando borrachos, sin intuir que todo acabará en ruina, siendo conscientes de que siempre encontrarán un neón obsesionante que invariablemente ofrecerá refugio temporal e infierno sin retorno a los náufragos llamado “bar”. También era dramático contando la historia de esa chica tan maravillosa que superaba sus depresiones viendo joyas en Tiffany’s y cantando Blue moon cuando el amanecer y la melancolía eran asfixiantes. El perverso Truman Capote fue bastante menos complaciente con la bella Holly. Jamás hubiera acabado su cuento moral con Audrey Hepburn empapada en lluvia y susurrando “Gato, gato” mientras que George Peppard la observaba con rendido amor. Pero el conductor de ese cuento tan bonito y tan triste antes había contado de forma magistral el terror de una mujer acosada por un psicópata asesino en la magnífica Chantaje contra una mujer.

Sin entusiasmarme Peter Sellers, he de decir que hay que remontarse a Keaton, a Chaplin o a los Hermanos Marx para encontrar algo tan cómico e intemporal como el camarero borracho de El guateque. O el disparatado duelo entre Lemmon y Curtis en La carrera del siglo. Y, por supuesto, los maravillosos títulos de crédito (cuánto te echamos de menos, Mancini) que inauguran la saga de la Pantera Rosa.

Las últimas veces que me encandiló este fantástico narrador de historias en comedia o en drama (incluso en western Dos hombres contra el oeste es grande) fue en 10, esa enloquecida historia sobre un cuarentón en crisis de identidad, un pasajero del tiempo que debe cambiar las ilusiones de gozar la juventud por las satisfacciones adultas de adaptarse a lo que tiene, y en Victor o Victoria, un equívoco tras otro, la esencia de la subversión hablando de sexos en ese Hollywood conservador que durante mucho tiempo le coronó como rey.

Ese individuo se llamaba Blake Edwards. No me gustó que trasformara su verdadero rostro en la vejez, que tuviera el aspecto de un millonario hortera marbellí ni que se casara con la insulsa Mary Poppins. Pero siempre le amaré. Muertos Pollack y él, me pregunto quién reemplazará el genio y el espíritu de los hijos auténticamente grandes de Hollywood.

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