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Amistad

MADERO CUBERO

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Cuenta Steven Spielberg, ese tipo tan insólito como grandioso, formidable artista e inmenso hombre de negocios, revitalizador de las viejas y mejores esencias del cine y también autor o productor de la aparatosidad más vendible y hueca, narrador y visionario, sincero y astuto, que realizó Amistad pensando en sus hijos, igual que se inventó la tan magistral como escalofriante La lista de Schindler como tributo a la dolorosa historia de sus raíces judías. No hay impostura ni cálculo comercial en esas revelaciones. Estos proyectos le pueden salir mejor o peor (su filmación del genocidio nazi es una obra maestra absoluta e incontestable; el alegato contra la esclavitud no llega a esa altura artística), pero ambas están paridas con autenticidad y corazón, con vocación y compromiso, con inteligencia y desgarro, con una convicción plena sobre lo justo y lo injusto. Sus hijos pueden sentirse orgullosos del didáctico y necesario regalo que les ha hecho su padre. Es más que bienintencionado, no la visión vacía de un progre de los que ahora tanto abundan o de un humanista concienciado pero mediocre a la hora de narrar. Les ha regalado una buena película dedicada a una noble causa.

La implacable taquilla habló en 1997 de fracaso económico. También lo fue El imperio del sol, aquella magnífica y terrible película de un inteligente niño perdido en medio de la más brutal de las guerras. Spielberg puede permitirse ese lujo y mil más. Puede establecer o aumentar la estabilidad bancaria de otro imperio, el suyo, cuando quiera. Con cualquier sofisticada memez jurásica, por ejemplo. Amistad no tiene un ojo puesto en lo que está contando y otro en las entradas que va a vender si se le ofrece al gran público las cuatro cositas fáciles y mentirosas que hacen menos pedregoso el camino hacia el éxito. El duro, racional, sentimental y sentido retrato de esa pobre y digna gente arrancada de su tierra y de sus familias, tratada por algunos sádicos como bestias que en una impresionante y violenta secuencia inicial en un siniestro barco rompen sus cadenas y degüellan con comprensible furia a sus acojonados verdugos, no se permite concesiones ni con la sensiblería ni con las trampas emocionales.

Spielberg no va de maniqueo, aunque tenga muy claro y muestre la razón y la sinrazón, la generosidad y la crueldad, la mezquindad y el maquiavelismo político y también su anverso, encarnado éste por un ex-presidente de los Estados Unidos que no duda en afirmar algo tan trágico como “si es precisa una guerra civil para intentar abolir la esclavitud, que comience ya”. No muestra agradecidos Tíos Tom para halagar la mala conciencia del espectador, sino negros indignados, arrogantes y ferozmente resistentes contra la barbarie que están sufriendo. No hay trucos, ni efectismo, ni gratuidad. Spielberg cree en ese final feliz, ese emotivo aunque pasajero triunfo de los buenos, pero sabe y nos hace saber que aquello sólo fue una victoria pírrica, que la supresión de la esclavitud en su país exigiría una factura de toneladas de sudor y de sangre.

Este asombroso director no posee un estilo intransferible para rodar. Su clase se adapta camaleónicamente a lo que quiere narrar, y dispone de tantísimo talento que lo hace de mil formas distintas. Puede ser vertiginoso, pausado, espectacular, intimista, barroco, estilizado, artesanal, artificioso, profundo, clásico, experimentador o lo que le dé la gana. Aquí es alternativamente sobrio e intenso, sombrío y épico. No pretende deslumbrar sino convencer. En mi caso, lo logra. No me fatiga su largo metraje, me creo a los personajes y me fascina ese Anthony Hopkins que aquí se encuentra en estado de gracia. Dentro de la heterodoxia de Spielberg, esta faceta suya de cambio es una de la que más me fascina.

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