Siempre Allen
Desde que su vida familiar se hundió dentro de un turbio, vertiginoso y áspero escándalo íntimo que pareció arrancarle de cuajo su máscara de iconoclasta de laboratorio (frío, culto, a veces un poco rebuscado y siempre dueño de un nido de paradojas cínicas con deslumbrante poderío subversivo) y situarle en carne viva ante la amenaza de un linchamiento moral universal, Woody Allen se refugió en su oficio, huyó de puntillas a su trabajo y creció en él con tanta libertad y energía que en muy poco tiempo convirtió en gigantesca su pequeña sombra de eterno amateur, transformándose en un acabado y refinadísimo profesional del arte de componer películas.
Le bastaron a Allen, para dar ese enorme salto y alcanzar tan prodigioso estiramiento de su talla artística, tres películas: Maridos y mujeres, en la que representó con violentísima sinceridad, ya sumergido hasta el cuello en ella, su desazonadora tragedia íntima; Misterioso asesinato en Manhattan, en la que, ya reventada la pústula, convocó a unos cuantos amigos y casi improvisó con ellos su obra más distendida, ágil y alegre, su más liberador ejercicio de libertad; y finalmente, Balas sobre Broadway, en la que, ya calmado el rescoldo de su infierno casero, añade a la grave hondura de la primera y a la arrolladora desenvoltura de la segunda una pasión por el acabamiento y una aspiración a la perfección que hasta ese momento era ajena a su cine, siempre gracioso, siempre desaliñado y despreocupado por la matemática de la composición y el armazón formal que desembocó en la obra maestra absoluta e incontestable que es Match Point.
Cuando rebobinamos la historia del cine rastreando (con cautelas, pues es un concepto muy resbaladizo) la idea de la perfección, no como aspiración o búsqueda, sino como consumación y encuentro, la memoria convoca un ramillete de nombres de urdidores y creadores de comedias, probablemente porque es este género de filmes el que más resistencia ofrece al acabamiento, a la imagen de un círculo cerrado sobre sí mismo. Son los nombres, siempre encabezados por Ernst Lubitsch, de Preston Sturges, Billy Wilder, Howard Hawks, Mitchell Leisen y pocos más. Inalcanzables hasta que llegó Balas sobre Broadway, donde Woody Allen olvidó sus brillantes chistes intelectuales, sus torrenciales ocurrencias y entró con sigilo, casi a escondidas, en el templo de los geómetras del humor.
Balas sobre Broadway no es, pese a su aparente sencillez de transcurso, fácil de describir. En realidad se trata de un modelo genérico, un thriller en clave de comedia pero extremadamente sutil y complejo. Su precisión hace transparentes las cargas de profundidad que lleva dentro, ente ellas el fascinante papel del gángster esteta que encarna un inefable personaje de bohemia artística llamado Chazz Palmintieri, al que los españoles desconocimos inexplicablemente hasta el bautismo cinematográfico de Robert de Niro como director en la inteligente y tierna Una historia del Bronx.
Balas sobre Broadway es, en esencia, una película dibujada con tiralíneas indispensable para quienes busquen grano en el pesebre de la filmografía de los últimos 20 años, donde un director genial, esta vez olvidado de meter, además de sus chistes, el garabato de su rostro en la pantalla, se concentra en manejar con dedos de maestro el primoroso juego de dirección de actores y puesta en escena que le sitúan en la cúpula, siempre iluminada por el gran Lubitsch, del oficio más difícil de dominar en este territorio de la imaginación que es el cine: el de urdir y crear comedias.
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