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Juan Velasco / JUAN HUERTAS

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Confesaba Juan Manuel Cañizares haberse inspirado el califato de Alhakén II, uno de los periodos más prósperos de la historia de Córdoba, para escribir “dejándose hasta las pestañas” la partitura del Concierto Mozárabe, la obra con la que ha arrancado este jueves el 40 Festival de la Guitarra de Córdoba en el Gran Teatro de Córdoba.

Y, si el maestro miraba a la Córdoba de entonces como “una Nueva York o una Constantinopla” de su época, el libreto que ha escrito e interpretado -ayudado por la batuta de Carlos Domínguez Nieto y la entrega de la Orquesta de Córdoba- es, en buena medida, una califal construcción musical, acorde a la idea -muchas veces exagerada- de prosperidad y tolerancia que se atribuye a aquel periodo.

Por encima de la ficción o la realidad, que muchas veces se dan la mano, lo que ha transmitido el Concierto Mozárabe con el que Cañizares ha vuelto a un festival que le tiene como hijo predilecto es la sensación de plenitud creativa de un guitarrista capaz de dibujarle una banda sonora a un paraíso. Y de hacerlo sin traicionar su herencia -el flamenco-, ni sin abusar del efectismo ni la orientalidad.

Concierto Mozárabe es, en puridad, un encargo del Festival de la Guitarra. Pero una cosa es que al guitarrista se le haya pedido una casa y otra que éste haya ampliado una Mezquita, usando todo lo que tenía a mano para ello.

Con una ambición medida al milímetro, el concierto, estructurado en tres movimientos, ha arrancado de forma épica, envolviendo entre cuerdas y vientos la sintonía principal, que tenía tanto de sencillo como un silbido de Morricone. Es decir, sólo su apariencia.

Tras un primer movimiento en crescendo continuo -agitado desde el púlpito por el director de la Orquesta-, el Concierto Mozárabe se ha serenado en el segundo acto.

Ha sido en este movimiento, el central, en el que Cañizares ha introducido más elementos arabescos, desde el inicio, anclando su suavidad en el arpa y en los vientos, hasta su momento cúlmen, en el que el maestro ha protagonizado un solo marcado por los melismas, que trazaban un diálogo perfecto entre el flamenco y los sonidos andalusíes (esos que, todavía hoy, algunos se niegan a establecer como antecedentes del arte jondo).

El tercer movimiento, una vez recobrada la paz de la melodía principal, ha vuelto a andar por su senda con la energía y la colosalidad del primer acto, conduciendo a la Orquesta y al público hasta un final extático, roto por una ovación de cerca de un minuto.

Cañizares, ya tranquilo, se ha doblegado y ha agradecido, todo a través de sus ojos -cosas del Covid-, el esfuerzo al director de la Orquesta de Córdoba y al violinista más próximo, con quien ha chocado el puño, antes de despedirse del festival con el que ha crecido y con el que tantos lazos tiene.

Más allá de este estreno absoluto, la Orquesta de Córdoba ha vivido este jueves un día grande de encuentro con su público, tras un año, el segundo ya, en el que la pandemia ha tenido en vilo gran parte de la temporada. Antes del Concierto Mozárabe ha sonado la Pavana op.50 de Gabriel Fauré y. tras él, ha sido el turno para la Pavana para una infanta difunta de Maurice Ravel.

El cierre ha correspondido al Concierto Andaluz de Joaquín Rodrigo, una pieza compuesta para cuatro guitarras y orquesta, en la que han brillado los componentes del Cuarteto de Guitarras de Andalucía, Javier Riba, David Martínez, Antonio Duro y Francisco Bernier, dando por finalizada la noche inaugural de un cuarentón Festival de la Guitarra de Córdoba.

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