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Tócala otra vez, David

Detalle de la portada de 'El penúltimo negroni', de David Gistau.

Ángel Ortiz

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David Gistau se fue y dejó a una familia sin padre, una novela empezada y a miles de lectores huérfanos de columna. Fueron muchos los que, como Giménez Caballero ante la tumba de Larra, se asomaron a la trinchera leve del periódico para dedicarle el cromo. A desempolvar una anécdota con el tipo que, como sugiere Bruno Pardo, podría saltar España de amigo en amigo. Jabois explicó que sus “ahora vuelvo” para ir al baño dejaban el vacío absurdo del que se ha levantado para ir al espacio.

“Era un narrador. Veía y narraba”. Así lo describe David Lema, el periodista de El Mundo y admirador David Gistau que ha seleccionado e introducido su última antología de artículos. Se llama El penúltimo negroni, lo edita Debate y está ya en las librerías que quedan. Ha sido el de Lema un trabajo complicado, teniendo en cuenta que “las mejores columnas de Gistau son todas”; por ello ha intentado hacer un retrato del personaje a través de sus escritos, para explicar tanto “su evolución personal como la de su escritura”. La transformación del niño enfadado con la vida por culpa de su padre – que dejó escrito en la que, para Antonio Lucas, es su mejor columna – al tipo brillante e imitado que despertaba cada mañana entre los saltos de cuatro críos: el tránsito del martini al meconio.

La carrera de Gistau comienza en Paisajes, la revista que editaba Grupo 16 para Renfe. Ponerlo a escribir reportajes para una revista de trenes fue la manera que diseñó su madre para encarrilar a un chaval huérfano de padre y enrolado en Ultras Sur que solo aparecía por la facultad cuando se equivocaba. Benjamín Ojeda como redactor jefe de aquella revista, primero, e Ignacio Ruiz Quintano en M&Cía, después, fueron los primeros en intuir al periodista de enorme talento literario y mirada independiente que daba sus primeros pasos. Fueron los tiempos de Balmoral, los de acostarse a las cuatro de la mañana y volver a la redacción pronto con un cortado en el cuerpo.

La mutación del reportero al columnista fue obra de Tomás Cuesta, encargado del área de Cultura de La Razón y adjunto a Luis María Ansón, el director del periódico que miraba extrañado las pintas Gistau cuando se cruzaba con él en el ascensor: “¿Usted trabaja aquí?”. Cuesta cayó rendido ante la “frescura, la rareza y la calidad literaria” de lo que hacía en Paisajes y, para pulirlo, en vez de mandarlo a la redacción le puso una mesa y una silla en su despacho. Allí lo colocó a escribir columnas, a comprimir su talento para que pudiera parecer un artículo de opinión y cupiera en un puñado de caracteres. Todo esto lo cuenta Lema en la que es la mejor semblanza hasta la fecha de DG.

Aquellas columnas gamberras que ocupaban un lugar preferente dentro del periódico o en la contraportada fueron un éxito. Ansón le subió el sueldo al tipo que para explicar lo que ocurría en el Congreso necesitaba a Bart Simpson y a Corto Maltés. “Era un columnista salvaje – cuenta Lema, exaltado – capaz en una columna de mandar a un político a jugar al teto y hablar de Salinger y que aquello conviviera en armonía”. Antonio Lucas, agarrado a un marlboro, intenta dar una receta de su escritura: “Tenía el estilo de los periodistas norteamericanos a los que admiraba – Mailer, Wolfe, Capote – pero impregnado de pringue ibérico”.

En el libro se recogen por primera vez las controvertidas crónicas enviadas desde la guerra, desde la retaguardia en Pakistán del conflicto afgano, en la que no se hablaba de bombas ni muertes ni tanques, sino de pachangas amañadas de fútbol con soldados y tragos cortos que a él le parecían el Rick´s Café. Tócala otra vez, David.

Aquella experiencia, escrita con la jerga de un Ted Mosby patrio al que las mujeres le apuntan un teléfono falso en la servilleta, le sirvió para escribir su primera novela: A que no hay huevos. Fue aquello un ejercicio de estilo que se deslizó en una comedia romántica justo cuando tuvo la oportunidad de hacer algo parecido a Norman Mailer. “Él decía que mandaba un trabajo mal hecho, pero a mí me encantan”, confiesa Lema. “Lo que más me gusta de él era un desmitificador, no tenía pose – sigue – y lo que más me sorprende es su independencia, no entendía de banderías. Era un impertinente educado”.

Desde allí aterrizó a la redacción de Pradillo para ponerse a las órdenes de Pedro J. Ramírez, esa especie de Walter Burns consciente de que todo se tiene que contar en el primer párrafo. En esta etapa, que comienza con su tercer y definitivo matrimonio, el de Romina, el de los críos saltando en la cama, alcanza su madurez. Después, el lustro en ABC que cerró por compromiso con Luis Enríquez, consejero delegado de Vocento, y la vuelta al periódico donde estaba su tribu, la gente con la que le apetecía irse de copas.

En Gente que se fue, la recopilación de cuentos de domingo escritos en XL Semanal al estilo The New Yorker, dejó su mejor historia: un cuento que iba para novela pero que no llegó a cuajar por culpa de Arturo Pérez-Reverte, que le recomendó que no estirara aquello más porque “no tenia trama”. Fue el proyecto de escribir una gran belleza madrileña, una novela donde sólo se sucedían sketches divertidos dentro del gran género literario que es Madrid.

El joven barbilampiño que empezó en El Mundo apadrinado por Umbral se fue distanciando de él, no solo en una escritura que nunca se le pareció, sino en la manera de rumiar sus ambiciones en la profesión. Renunció al trono de la columna. “El estilo es muy importante en Gistau. Al principio él cree que el estilo está por encima de la idea, pero después evoluciona hacia la sencillez y abandona las florituras innecesarias”, nos sigue contando el joven columnista. La conversación, con la que podríamos alcanzar la próxima pandemia, concluye: “Nunca se pareció a nadie. David Gistau siempre fue David Gistau”.

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