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El asesinato que conmocionó a Córdoba

Mari Ángeles y Marisol, las dos compañeras policías asesinadas hace hoy 25 años.

Ángel Ortiz

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Eran las ocho de la mañana de un miércoles y llovía. “La verdad es que intento no pensarlo mucho. Hace ya 25 años pero lo que pasa es que no se supera nunca. Recuerdo que era un día lluvioso, cerrado, gris. Un día feo en el que las cosas les salieron mal desde el principio”. Se refiere a la banda de la nariz, el violento grupúsculo de anarquistas que lo tomó como rehén tras atracar un Banco Santander, ahora una tienda de cosmética Primor, junto a Las Tendillas. Ese día no le tocaba trabajar, pero cubrió a un compañero que se desplazó a Sevilla para manifestarse. Él fue el guardia de seguridad de Securitas que entró en un escenario que creyó el de una película. Una escena congelada.

Es el inicio de la tragedia que conmocionó a Córdoba hace hoy 25 años, el 18 de diciembre de 1996. El día en que María Soledad Muñoz Navarro y María de los Ángeles García García fueron asesinadas. La mañana en que un criminal italiano de 42 años, Claudio Lavazza, les quitó la vida a Marisol y Mari Ángeles, de 36 y 40 años, dos policías locales pioneras en una ciudad que fue la primera, en 1970, en incorporar a la mujer a su cuerpo de policía municipal. Las primeras agentes muertas en acto de servicio en España.

Manuel Castaño, el guardia de seguridad que entró en el banco aquella mañana, acabó con tres impactos de bala. “Una me dio en el hombro, que es la que me atraviesa y me rompe la médula, entre dos costillas, la tengo todavía ahí; otra me atravesó el brazo izquierdo y otra, la que más daño me hizo, la que me atravesó toda la barriga y me rompió los intestinos”. “Íbamos a llevar unos documentos”, relata Manuel, “no llevábamos ni dinero, y cuando entré me encontré todo el pastel”. Una veintena de personas mudas, paralizadas, y unos atracadores disfrazados con pelucas, gafas, gabardinas y narices postizas. Uno de ellos sacó una metralleta Madsen de nueve milímetros y lo encañonó. “Me sacaron una metralleta y me dijeron hasta tres veces que me tirara al suelo porque no reaccionaba”. 

Del banco salieron con joyas, nueve kilos de oro y 71 millones de pesetas. Avisada por la Policía Local, una grúa había retirado el Fiat-1 negro, también robado, con el que los atracadores querían emprender la huida. Habían aparcado en carga y descarga, junto al Hotel Boston, donde la policía detuvo a Michelle Pontolillo, el más joven de los atracadores que había buscado allí refugio. Lavazza, Giovanni Barcia y Giorgio Eduardo Rodríguez robaron a punta de pistola el Peugeot 405 del concejal socialista Joaquín Dobladez, al que acompañaba su hijo de 10 años, que pasaba por allí.

Fue entonces cuando comenzó una persecución sin plan de huída, improvisada y disparatada, llena de gritos en el interior del coche. “Yo creo que hablaban en español porque yo lo iba entendiendo”, rememora Castaño, “iban muy nerviosos: ‘Corre, corre, tira para allá, tira para acá, gira la izquierda, a la derecha’”. Fue entonces cuando llegó el momento fatídico. Al llegar a plaza de Colón, a la altura de la avenida de América y tras chocar contra un coche, Lavazza se bajó del Peugeot y acribilló a Mari Ángeles y Marisol, que patrullaban aquella mañana en un Citroën ZX. “Sí, sí, las he matado”, gritó en el interior del coche. Manuel Castaño llevaba el botín sobre sus piernas.

Un legado vivo

María Jesús Muñoz trabajaba en Almería en 1996. Desayunaba con la radio puesta cuando informaron de una tragedia en Córdoba. “Dijeron algo de un guardia de seguridad y en seguida me puse alerta. Yo venía todos los fines de semana a Córdoba. Había estado con mi hermana y sabía que estaba trabajando de mañana con Mari Ángeles. Cuando dijeron dos policías sabía que eran ellas”, relata María Jesús, la hermana de Marisol, que automáticamente corrió hacia una cabina. Su hermano mayor, Martín, era el jefe de la Policía Local de León. “No lo sé, hermana, no lo sé”, le contestó al preguntarle.

Tras una y otra llamada a la jefatura de la Policía Local de Córdoba, alguien descolgó el teléfono. “Ana, una compañera de mi hermana, me dijo que no estaban autorizados a decir nada. ‘Dime lo que sea, que soy hermana de Marisol, por favor’”. La voz se quiebra. “No te puedo decir nada pero vente para Córdoba, María Jesús”. Fue entonces cuando se cayó al suelo y, con ella, su mundo. Un extraño misterio la vincula ahora a esa voz. “La policía que me dio esa mala noticia es una de mis mejores amigas. Si tengo una mala noticia es la primera a la que llamo”.

El de Marisol es un legado vivo en una familia que habla de ella a diario. Una leyenda impagable al que rendirse como un altar vívido, al que consagrar los hitos y las penas de la familia. “Marisol era policía con uniforme y sin uniforme. Salías con ella a tomar café y si pasaba algo salía corriendo, atendía al herido, no se iba hasta que llegaran sus compañeros. Cualquier cosa, estando de paisano, actuaba como si estuviera de servicio”. La vocación le vino de una familia con linaje en el cuerpo: con hermanos, Martín y Diego, y padre guardias civiles; con una sobrina, Sofía, que ahora es policía nacional.

Las mismas consecuencias, el mismo revés, sufrió la familia de Marisol, que antes de ingresar en la Policía Local se había desempeñado en un sector tan cordobés, tan local, como la joyería. Era madre de dos hijos de 6 meses y 2 años. Elisa García, su hermana, también escuchaba la radio aquella mañana fatídica. “Lo recuerdo con una sensación surrealista. Sabía que había pasado algo y que las dos estaban patrullando. La verdad es que no sabía absolutamente nada hasta que nos informaron”, cuenta. Cuando se enteró no quedó nada. “La sensación fue de vacío, de vacío”. ¿La recuerdas? “A veces me da la impresión de que se ha ido, de que nos ha dejado. Incluso en sueños, cuando sueño con ella”.

Mari Ángeles, viuda desde hacia una década, dejó dos niños huérfanos: Elena, de 13 años, y Rafael Ángel, de 11. Se criaron con su tía Elisa, que tenía una niña de cinco años y estaba a punto de dar a luz a un niño. Las familias cuentan que ella y Marisol eran “como hermanas”.

La solidaridad de los Mata

“Yo lo recuerdo con un pellizco profundo”, cuenta Juan Mata, un hombre tremendamente afable de 67 años, entonces asesor del grupo municipal socialista en el Ayuntamiento. “Me encontré al llegar a la Plaza de Las Tendillas con Joaquín Dobladez, concejal desgraciadamente ya fallecido. Paré mi Seat Málaga en las mismas Tendillas y nos fuimos a la cafetería Siena, ya en el Gran Bar, para darle una tila”. Aún no tenían la noticia del asesinato. “Lo escuchamos por el walkie de la Policía Local. Aquello fue un dolor intenso, indescriptible”. Desde allí acompaño al concejal a la comisaría de Campo Madre de Dios para identificar el coche. “Allí nos encontramos de cuerpo presente a Mari Ángeles y a Marisol, con esos parchecitos... Eso irá conmigo al otro mundo, cuando el Señor me reclame”.

“Me dejó una huella imborrable”. Comenzó entonces una muestra de amor hacia las familias y hacia Manolo, como él lo llama, incansable. Todo junto a su hermano Ignacio, secretario del jefe de Policía Local entonces, cinco años mayor. “Recordarlo es siempre motivo de pena, pero Marisol y Mari Ángeles me dan fuerzas. Tratamos que ellas estén donde estén vean que nunca van a estar solas. Las diferentes corporaciones siempre han estado a la altura”. Este último punto lo remarcan todas las fuentes consultadas. Los hermanos Mata canalizaron todas las muestras de solidaridad espontáneas llegadas de toda España y diseñaron dos episodios especialmente festivos.

El primero, un partido de fútbol benéfico que dejó en El Arcángel estampas para el recuerdo. Un evento con el que recaudar dinero para los niños huérfanos de Mari Ángeles. Un encuentro entre un conjunto de policías locales de Córdoba y de Castellón de Ampurias, en el que participaron Javier Arenas y Jesús Gil; y otro apadrinado por José María García formado por periodistas y cantantes. No se perdieron el partido Norma Duval y Nieves Herrero. Tampoco Bertín Osborne, al que se puede ver en roneando en el túnel de vestuarios.

El segundo, especialmente emotivo y cariñoso. Los hermanos Mata le montaron a Manolo una Feria de Córdoba en el Hospital de Parapléjicos de Toledo, donde se recuperaba. “Movilicé a toda la ciudad”, rememora, “fuimos grupos rocieros, artistas, flamencos. Para darle la vida y recordarle que estaba vivo y que estaban sus niños. La asociación de cacharritos nos dieron fichas para los niños... Hemos formado algo en lo que nos necesitamos todos en el día a día”.

Manolo Castaño: un superviviente

“El informe balístico contó 80 impactos de bala y ellos [los atracadores] llevaban chaleco antibalas. Yo creo que me salvé porque me tumbé, si me hubiera quedado sentado me habría dado en la cabeza, en el cuello o en el pecho”, reflexiona Manuel, que tras recibir aquellos tres disparos, provenientes del fuego amigo de la Policía Nacional, ingresó en la UCI. Tres meses de agobio tras una traqueotomía y por las complicaciones de la bala que impactó en la tripa. “Allí los días y las noches son muy largas”.

“A Lavazza lo hirieron en el brazo y se escapó corriendo. Robó un taxi y se fue al piso que tenían en la avenida del Aeropuerto. Se curó un poco y luego se fue hacia Bujalance que fue donde lo detuvo la Guardia Civil, en un bar”, cuenta el superviviente, que se enfrentó cara a cara a Lavazza el día del juicio. “Mi abogado me dijo que si quería hacerlo por videoconferencia, pero yo quería verlo. Fue a juicio y lo miré, y ellos me miraban. Me quedé en silla de ruedas por disparos de la policía, pero fueron ellos los que me llevaron. Vi por ahí que Lavazza me deseó muchos años de visita a hospitales”.

El criminal escribió en 2010 desde la cárcel Autobiografía de un irreductible, un libro distribuido por una editorial anarquista y difundido por sus redes. En él no hay atisbo de arrepentimiento y justifica su ideología en la pobreza vivida, en la envidia de clase. Hoy en día se le rinde tributo en foros anarquistas, que facilitan la dirección postal del compañero para mandarle cartas. Antes de llegar a España, ya contaba con delitos de sangre. Ni Manolo ni las familias de Mari Ángeles y Marisol piensan en ellos.

Manolo tenía 31 años aquel día y junto a su mujer, Paqui, dos hijos, de cuatro y dos años, Manuel y Noelia. Pasó un año en Toledo recuperándose, antes de comenzar una vida reivindicativa y de recuerdo. Fue presidente de Aspaym (Asociación de personas con lesión medular y otras discapacidades físicas), asociación de la que ahora es secretario. “Me vino muy bien porque tener la mente ocupada y hacer cosas continuamente es importante, reuniones con uno y con otro: es una etapa que me vino muy bien”.

Y mira al futuro con aliento, recordando a dos amigas que estaban de servicio porque eran dos policías valientes.

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