El día en que murió Concha Velasco se la recordó en el Gran Teatro de Córdoba, ese donde la vi por última vez representando una poderosa Hécuba dirigida por José Carlos Plaza, con un gran aplauso. Lo hicimos tras las palabras de Cayetana Guillén Cuervo que, emocionada, dedicó la función a quien cumplía años el mismo día que lo hacía su padre. Afuera, las luces navideñas iniciaban su proceso de domesticación anual. El teatro, que continúa siendo ese refugio donde todavía la palabra le gana el pulso a la imagen, se convertía más que nunca en una especie de útero.
En un día frío y triste en el que yo, me imagino que como tantos españoles y españolas, no dejé de recordar a esa prodigiosa actriz que la escena final de Tormento susurraba con furia “puta, puta, puta”, calificativos dirigidos a una Ana Belén victoriosa. Con ese ánimo, que huía de la calle y que necesitaba más que nunca el calorcito de la escena, me dispuse a disfrutar de Pandataria, el último invento de Chevi Muraday. Un tipo que ya me desconcertó hace unos años en el mismo lugar con una obra, Juana, en la que una entregada Aitana Sánchez Gijón hacía lo imposible por salvarse del naufragio.
Con el nombre de la isla a la que Roma desterraba a las mujeres adúlteras, como luego el fascismo haría lo propio con quienes se oponían al régimen, la obra pretende ser un alegato a favor de la diversidad, en contra de la oscuridad del pensamiento único, incluso una celebración de los plurales humanos y, muy especialmente, de las mujeres concebidas al fin como seres autónomos. La propuesta escénica, a la que no se le puede negar la belleza de los elementos con los que juega, naufraga de nuevo porque la suma de tantas potencias no redunda en un artefacto capaz de remover y emocionar.
Las coreografías alargadas y repetitivas, aunque bien ejecutadas por unos danzarines que lo hacen con fría precisión, los juegos con las telas y las luces, la música que tanto recuerda a una banda sonora cinematográfica, los movimientos de varias piezas en el escenario, tienen un indudable impacto sensorial. Entiendo que el autor del espectáculo pretende construir un imaginario lírico, a partir de la experiencia de las mujeres expulsadas de un mundo de hombres, y en estrecha conexión con el mundo ferozmente desigual que hoy habitamos, pero el problema es que dicho objetivo se consigue solo a medias. No ayuda la mezcla de elementos escénicos, con transiciones algo forzadas, y donde escuchamos desde un rap urbano a palabras en latín, pasando por otras absolutamente ininteligibles. Aunque la parte más débil del conjunto son unos textos, escritos por Laia Ripoll, plagados de ideas comunes y bienintencionadas, en muchos casos más cerca de un discurso de Irene Montero que de la poesía propia de un escenario, tan subrayadores de los buenos propósitos que parecieran sacados de la función navideña de un colegio concertado.
Porque sí, el texto vindica la dignidad, la igualdad, las diferencias, la justicia, pero lo hace con tal profusión de tópicos y reiteraciones que no logra que el espectador se sienta asaetado por lo que se reclama. No faltan ni la consabida genealogía feminista, ni la apelación a una maternidad resignificada, ni las identidades nómadas, como tampoco, en estos tiempos de consentimiento, la autonomía sexual de las mujeres. Unos textos a los que mayoritariamente pone voz Cayetana Guillén Cuervo, que se esfuerza por acompañar a los estupendo bailarines pero a la que le faltan unas cuantas clases de danza. Tampoco su manera de decir ayuda a que las palabras nos traspasen. No logro quitarme de la cabeza su esfinge de mujer comprometida y con poder institucional. Le falta desvalimiento y carne. Mueve con arte un precioso vestido blanco pero no me creo lo que su cuerpo tendría que estar contándome. Sobre el texto (discurso) final que nos lanza en plan generala justa y empoderada, mejor no comentar nada. Si el futuro deseable tiene que ver con una Úrsula convertida casi en un hombre, apaga y vámonos. Por más que el fondo sea un muro de colores. La historia nos ha demostrado amargamente que a veces pueden más las botas de un militar que una bandera sostenida por miles de manos.
Pandataria, que está llena de buenas intenciones, que tiene más que méritos técnicos suficientes, que nos regala algunas imágenes bellas y casi pictóricas, pero también muy cercanas a las que vemos hoy en los telediarios, se queda en un intento, a mi parecer fallido, de hacer una relectura desde la memoria para zarandear nuestro presente. Quizás porque, como empiezo a detectar en muchos creadores, la clave no ha de estar nunca en introducir en lo teatral una especie de cuñas que nos suenen al fuego que bulle hoy en las redes sociales, en los debates públicos, en las vindicaciones políticamente correctas. Se equivocan si en vez de atender tanto a ese mundo de pantallas y acontecimientos, no escuchan más y mejor al corazón de las gentes. Esas que afuera del teatro se dejaban deslumbrar, campana sobre campana, por las luces de Ximénez, a los que tal vez no sería mala idea que Muraday contratara para rematar su faena.
Pandataria.
Pandataria.
Pandataria.
Pandataria.
Pandataria.
Pandataria.
Pandataria.
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