Una mirada al clima urbano estival
Al término de la actividad organizada por la Asociación Córdoba-FUTURA el pasado 21 de octubre de 2021 en la Fundación Cajasol, que llevaba por título «Una mirada al clima estival urbano de Córdoba: ¿cómo paliar sus efectos?», donde se había hablado mucho (entre otras cuestiones) de pavimentos, indicaba con acierto un reconocido arquitecto del grupo de asistentes rezagados que la historia de las ciudades siempre ha sido la historia de su pavimentación. Y tenía razón. La evolución histórica de nuestras urbes, nuestra manera de entender el espacio público, ha ido de la mano de cómo se han ido resolviendo las cuestiones de la urbanización: el higienismo, la seguridad física, las mejoras de los servicios urbanos, el concepto del ornato público... Todo ha tenido un reflejo directo en el suelo que pisamos. El apunte hecho, después de la alerta expuesta durante la actividad sobre cómo se está produciendo el espacio público de Córdoba en la actualidad, podía dar a entender que se estaba alentando un movimiento anti-urbanizador. Nada más lejos de la realidad. Lo que se promovía era una conciencia más despierta, más consciente, a la hora de diseñarla, una atención mayor a los aspectos que determinan un estar confortable de las personas en nuestras calles y plazas, el derecho a soluciones bellas y eficientes. La reclamación era por una “pavimentación” acorde con nuestro tiempo, nuestros conocimientos y nuestros recursos. La que toca a este ciclo histórico.
El espacio público no es neutral. Donde hay diseño hay intención, y por tanto ideología. Pero lo que nos interesa es la relación entre decisiones proyectuales y microclima. Por eso carece de explicación lógica que una ciudad tan extrema en los rigores del verano como Córdoba insista en su centro histórico por la renovación de sus calles con inmensas plataformas de granito, la reducción de la vegetación a una función principalmente decorativa o la escasez de oportunidades de integración del agua como elemento propicio para la regulación térmica de los espacios. Sabemos que el granito es el material que mayor calor acumula y que más tarda en disiparlo a lo largo de la noche. Alcanza hasta los 66°C expuesto al sol del verano. Sabemos que el sellado del suelo impide la penetración del agua de lluvia y el empobrecimiento de la riqueza biótica, factor fundamental para la biodiversidad. También para que se dé el efecto termorregulador natural de intercambio entre terreno y atmósfera. Sabemos, además, que la renuncia al aprovechamiento del agua en todas sus potencialidades nos convierte, posiblemente, en la generación más pobre en su relación con el líquido elemento.
La tecnología y la ciencia dotan de un instrumental fundamental al diseñador urbano. Ya no son admisibles pérgolas cuya sombra no recaigan sobre los bancos que tienen debajo o el acercamiento intuitivo al amueblamiento del espacio en función de la estación: en verano, sombra; en invierno, sol. La movilización de los conocimientos y los recursos para entender que es posible dar respuestas de diseño sensatas y acordes con el medio se le suele colgar la etiqueta de “urbanismo bioclimático”. Pero, ¿qué urbanismo no lo ha sido a lo largo de la historia? Basta leer los párrafos de los textos fundamentales de la ciencia del urbanismo y la arquitectura, los redactados por Vitruvio, para entender que el proceso de fundación de una ciudad (elección del lugar, relación con el agua, con los vientos) siempre ha sido así, “bioclimático”, y que no puede ser de otra manera. El sueño tecnocrático de paliar los extremos climáticos mediante sistemas mecánicos nos ha vuelto insensibles al diseño “zombie” que practicamos y sufrimos en la actualidad. En las edificaciones lo resolvemos básicamente con aire acondicionado. En las calles parece que estemos a la espera de que, como propusiera Buckminster Fuller para una parte importante de Manhattan, nos coloquen una cúpula de vidrio y se genere una atmósfera artificial en su interior.
El medio urbano, sobre lo que incide directamente la acción de lo público, en el que todos estamos insertos, es depositario de la cultura de nuestro tiempo, de nuestra pobreza o riqueza de criterios e instrumentos que guían la manera de conformar el medio en el que vivimos. Los rigores extremos del verano cordobés ya estaban aquí antes de la propia ciudad. A ellos hay que sumar un factor derivado por la propia existencia de una aglomeración urbana como es el efecto “isla de calor”, que hace que en el interior de la ciudad se intensifiquen los extremos de temperatura en comparación con los que sufre nuestro entorno geográfico no urbanizado. Por último, el escenario del cambio climático apunta a un incremento de estas condiciones. Circunstancias adversas acerca de la vida futura en nuestros espacios públicos que deberían ser, precisamente, acicate para una respuesta local en relación al diseño urbano más refinada y contextualizada frente a dichas amenazas, de la misma manera que otras civilizaciones en la historia asentadas en lugares secos desarrollaron una sofisticada manera de gestionar, precisamente, el agua.
El desarrollo de los Planes Generales de Ordenación Urbana (PGOU) de Córdoba vienen produciendo fundamentalmente a día de hoy, desarrollos y crecimientos urbanos de nueva planta sin tener en consideración las directrices técnicas y políticas que apuestan por la renovación y la rehabilitación urbana como únicas estrategias urbanas válidas de sostenibilidad. Mientras esperamos el debate de por qué no se está produciendo esa renovación y rehabilitación, o por qué los diseños de futuros crecimientos no son sometidos a evaluaciones medioambientales (orientaciones de las edificaciones, disposiciones y dimensiones de las calles, soleamiento, vientos, etc), puede que un buen punto de partida sea plantear una ordenanza del espacio público actualizada en todos sus sentidos con la vista puesta en que pasear por Córdoba dentro de 25 años siga siendo un placer. Incluso en verano.
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