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El Brillante: vida mate

Elena Lázaro / Rafael Obrero

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Resulta complicado narrar la vida de una ciudad sin sesgarla por la propia experiencia, por los recuerdos e incluso los prejuicios. Así que esta semana decidí subir andando por la Avenida del Brillante olvidándome de las mil y una veces que recorrí ese camino en los Noventa. Me prohibí pensar en las noches de verano que empezaban con la promesa de una litrona en “El perro” y terminaban con un ligue nuevo en KSI500, cuando la movida en verano se trasladaba hacia la sierra.

La médica me ha prohibido la nostalgia y recetado un presentismo algo molesto pero eficaz, de manera que llegué al cruce de El Tablero amnésica perdida. Es posible que no esté usted valorando el esfuerzo porque he obviado un detalle: llovía. Y ya se sabe que la fórmula lluvia y otoño acaba irremediablemente en melancolía. Pero no, insisto en que recorrí este primer tramo del Brillante atenta sólo al momento; que alcancé la esquina con la avenida del Calasancio sin dejar que los flashes de aquellos momentos ocuparan la pantalla de mi memoria. Ni el botellón en la calle Roma, ni los morreos en el Granito de Oro, ni las carreras en vespino en busca de Venus. Nada, nada, doctora, sólo el aquí y el ahora. Porque, además, observado desde El Tablero, a primera hora de la mañana con el tráfico insufrible de tanto entusiasta del coche, este barrio no brilla tanto como cuando lo tallamos desde la nostalgia. El Brillante es más bien mate.

Sentada en una de las cafeterías del cruce, mirando el reluciente y germánico supermercado que ocupa lo que fue la sede de Aprosub (¡Asociación De Padres Y Protectores De ¡Subnormales! De Cordoba … ¿ven como mi doctora tiene razón? ¿ven que cualquier tiempo pasado fue peor?), intento entender qué programa de relajación o mindfulness utilizarán los conductores de esos flamantes carros para soportar la pesadilla de atravesar la avenida en cualquier dirección un día de lluvia en hora punta. Debe ser bueno su sistema porque el nivel de abstracción es tal que ni uno solo de ellos repara en la presencia del vendedor de pañuelos del semáforo. Me sorprende la invisibilidad que ha llegado a alcanzar el hombre y me acerco a hablar con él, pero su tenacidad es mayor: “no puedo atenderte ahora; estoy trabajando. Ven en una hora que me quedo más libre”. Eso es compromiso laboral.

Mientras converso con el vendedor veo a don Juan (intenten quitarle el “don” a un maestro de su infancia, verán que es imposible). Cruza corriendo por el paso de cebra. Es el único corredor esta mañana lluviosa. Porque don Juan es, como el vendedor, incombustible. No importa la meteorología; don Juan seguirá corriendo Brillante arriba con el mismo tipo de zapatillas y chándal que hace casi cuatro décadas. Pero, a pesar de este instante de pasado, me mantengo en el presente, espero a que el semáforo vuelva a cerrar el paso a los yoguis del volante y vuelvo a mi té verde ecológico de 2 euros por bolsita (ríanse del proceso inflacionista del sector energético cuando unas hojillas de té cuestan el doble que un kilo de tomates).

De nuevo sentada en la mesa fijo la mirada en Rafael, el kioskero. En media hora le he visto salir tres veces con un periódico en la mano para entregarlo por la ventanilla a uno de sus clientes. A él sí le ven, al vendedor de pañuelos, no.  No distingo los periódicos ni las revistas desde mi mesa y pienso que será por la lluvia. Entonces, inevitablemente una parte de mi cerebelo me devuelve una imagen: el kiosko con decenas de publicaciones expuestas, un paseo de domingo, las campanas de la Iglesia de Cristo Rey sonando y quizás un bollo de leche en el Horno del Brillante. Me digo que no, que no voy a mirar atrás, pero algo se ha desconectado ahí dentro y los recuerdos se empeñan en salir: periódicos en papel, información que manchaba las manos, lectura lenta, el oficio que quise ejercer desde mi infancia: “mamá, quiero ser periodista, de las que escriben, de las del periódico”. Y lo fui y lo dejé de ser. Atrapada por la nostalgia he pasado un rato hablando con Rafael. Durante nuestra conversación el goteo de clientes es lento y la media de edad alta, bastante alta. Un diario local y, como mucho, otro más deportivo es el lote habitual. Rafael se lamenta: “Yo he llegado a vender aquí un domingo cientos de diarios; ahora, con suerte, apenas pasan de un par de docenas”. El diagnóstico es tajante: el negocio, tal y como lo conocimos, agoniza y la pandemia lo ha acelerado. La prohibición de compartir prensa en cafeterías y consultas ha sido el tiro de gracia.

¿Y el futuro? El futuro no existe. Me lo ha dicho mi doctora. Así que me he recetado doble dosis de presente. Y el presente esta mañana es el mejor posible: está lloviendo. Las gotas han devuelto algo de brillo al Brillante. 

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