Diario del Confinamiento | Goya
Me pregunto qué estaría hoy haciendo el Francisco de Goya de la víspera de aquel
2 de mayo y me interrogo, aún más, que estaría haciendo en las de éste.
Si se hubiera debatido, de nuevo, entre pintar lo razonable, lo razonado, sus monstruos o aceptar también los encargos. Lo habría hecho igual, supongo.
Me imagino al Goya reportero colándose en Ifema para tomar apuntes de un espacio repleto de catres de hospital milimétricamente separados formando una tétrica estampa y buscándole un punto de fuga a la escena.
“Maestro: retrata a la presidenta con ojos de plañidera en La Almudena”, le encargaría un chamberlán de la Comunidad. Y Goya diría claro que sí, total, cuando pase el tiempo nadie se acordará de la modelo y sólo hablarán de mí.
“Maestro: haz un cuadro de la Familia Real afectada ante tanta tribulación en estos días”, le pedirían desde la Zarzuela. Y Goya diría vale; esta gente no se acuerda de las caras de lelos con las que pinté a sus antepasados. Ellos sabrán, por mucha mascarilla que se pongan.
“Maestro: pinta al presidente del gobierno detrás del atril de la sala de prensa con los brazos extendidos como un pantocrátor”, sugerirían desde Moncloa. Y Goya avisaría: vale, pero ojo, que a lo mejor no os acaba gustando y me echáis la culpa a mí como si la tuviera.
“Maestro: nos gustaría que inmortalizases al presidente de la Conferencia Episcopal, no te preocupes por el dinero”, le diría un amable cardenal. Y Goya ahí diría que mejor no; no vaya a ser que se enfaden en un escalón superior.
Pero hoy Goya está en otro lado, junto a su otro paisano, Buñuel, los dos meneando la cabeza y manteniendo un diálogo de sordos: “no, sí ya decía yo que esta gente…” “no, era yo el que decía que vaya tela con esta chusma…” “ojú, que peña…” “manda huevos, vaya tropa…” “¿El qué…?”
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