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Quiero que sobrevivas, no que seas feliz

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José Carlos León

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“Más vale lo malo conocido a lo bueno por conocer”, “el que nace lechón muere cochino” o “virgencita, virgencita, que me quede como estoy” son algunos de esos viejos refranes populares que nos han acompañado desde siempre y que vienen a decir que es mejor no complicarnos la vida y que sigamos como estamos, aunque eso signifique seguir igual de jodidos que ayer. El acervo apela a la certidumbre y la estabilidad como antídoto al cambio y lo desconocido. Si lo piensas bien es algo absurdo, porque si hay algo inalterable en nuestra vida es que estamos sujetos a un cambio permanente, ya sea elegido o no. Pero esos antiguos axiomas reflejan una mentalidad muy sólidamente asentada y que tiene incluso una fuerte base científica: la necesidad de que todo siga igual para saber exactamente qué es lo que va a pasar.

Eso es lo que se llaman patrones de certidumbre. Básicamente, nuestro cerebro está diseñado para buscar certezas, patrones que se repitan sistemáticamente y que nos den la sensación de poder anticiparnos al futuro con la seguridad de saber cuál será el siguiente movimiento en esa larga partida de ajedrez que es nuestra vida. El cerebro se siente cómodo en la certidumbre, en el ámbito de lo previsible y lo familiar. Provoca incluso una extraña sensación de superioridad, de victoria por la capacidad de adelantarnos a los eventos futuros, por ese ancestral deseo de tener la razón y por ese gustazo de que suceda aquello que pensabas iba a pasar para poder decir: “ves, te lo dije”.

Todo tiene el origen un paso más atrás, en esa evolución del cerebro humano que ya hemos comentado en otras entradas y que hace que sigan dominando algunas de sus funciones más primitivas. Porque nuestro querido cerebro no está diseñado para que seamos felices (entendiendo felicidad como avance, progreso y consecución de objetivos), sino para ayudarnos a sobrevivir. Eso es así porque su primera tarea es sostener el instinto de supervivencia con el que todos los animales venimos al mundo. Si eso comporta alejarnos de todo lo que suena a desconocido (y por tanto, amenaza) incluso a riesgo de esquivar o no afrontar oportunidades de cambio y mejora, pues eso es problema tuyo. Entender que el cerebro no siempre juega como aliado de nuestros deseos y aspiraciones, sino que tiende por naturaleza a la búsqueda de certezas que nos eviten problemas e incluso frustraciones futuras es uno paso clave para aprender a tomar decisiones, e incluso a saber por qué tenemos tantas reticencias a dar pasos clave en nuestra vida.

Es incluso tranquilizador, porque nosotros no tenemos la culpa de tantas dudas, de tantos miedos y de tantas decisiones no tomadas. El responsable es nuestro cerebro, que se empeña en acomodarse a lo que ya conoce. Él va por libre, buscando certezas y espacios de seguridad. A él sí le vale eso de lo “malo conocido a lo bueno por conocer”, porque lo conocido le aporta estabilidad, pero eso de “por conocer” suena a incertidumbre, y por ahí no pasa. Lo desconocido implica una amenaza y miedo, y a nuestra mente eso no le gusta nada. Puede que nos vaya mejor… o peor, pero en todo caso sería distinto e implicaría un riesgo, y al cerebro humano no le gusta el riesgo.

Y ahí entra en juego algo extremadamente importante en nuestras vidas: las creencias. Por su propia definición, una creencia es una idea que nos genera sensación de certidumbre y que se sostiene con referencias. Además, las creencias (sí, las limitantes también) se construyen desde la parte racional del cerebro y terminan instalándose en el córtex prefrontal. No son algo instintivo que se genere en el cerebro primitivo, porque necesitamos armarlas y argumentarlas suficientemente... para que lleguemos a pensar que son completamente ciertas.

Las creencias son las estrategias que necesita el cerebro para tener certeza de lo que va a pasar, de cuál será la siguiente parada en el trayecto, aunque el destino final no sea positivo u operativo para nosotros. Al cerebro eso le da igual. Lo único que quiere es tener la razón, aunque no vaya a favor de los resultados deseados. Ésa es la certidumbre.

El problema viene cuando nos llegan referencias que no sostienen la creencia que hemos construido durante tantos años, tantos que la llegamos a interiorizar de tal manera que la incluimos en nuestra identidad. Y una vez instalada ahí, es muy difícil de sacar, porque la vamos a defender como algo propio... aunque nos esté perjudicando y alejando de nuestros objetivos. Ante esas referencias “incómodas”, el cerebro tiene la necesidad de ajustarlas a su patrón, de meterlas con calzador... o de rechazarlas directamente, porque no le son operativas para generar sus certezas.

Cuenta Richard Bandler co-creador de la PNL, que la terapeuta Virgina Satir le dijo una vez: “Richard, ¿Sabes cuál es el instinto más fuerte en el ser humano? El de la familiaridad. Las personas preferirían morir a cambiar”.

¿Y tú, cuántas creencias limitantes tienes? ¿Cuántas cosas das por hechas pese a que juegan en tu contra? ¿Cuántas veces te has visto limitado por tus certezas? ¿Prefieres tener certidumbres o alcanzar tus objetivos? ¿Con qué estás comprometido, con tener la razón o tener resultados? Quizás para responder a esas preguntas te convenga saber que tu cerebro no es siempre tu mejor aliado, porque no quiere que seas feliz, sólo quiere que sobrevivas…

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