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Meghan Forever

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José Carlos León

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Después de muchos meses dándome la tabarra, mi amigo Javier consiguió que me diera de alta en Netflix. Terminó convenciéndome a base de hablarme de dos series: Vikingos y Suits. Primero me enganché a los hachazos de Ragnar Lodbrok, y luego me pasé al glamour del despacho de abogados de Manhattan. Allí esperaban el siempre perfecto Harry Specter, los contoneos de Donna, el poder hecho mujer en Jessica Pearson, el talento de Mike… y Rachel. Falda entubada, camisa vaporosa, dos botones desabrochados, pelazo moreno al viento… En una serie en la que es guapo hasta el que lleva los cafés y en la que la imagen es el reflejo del poderío, la joven pasante ponía el punto fresco y hasta algo ingenuo. Ahí descubrí (como casi todo el mundo) a Meghan Markle antes de que se hiciera famosa.

Hoy no se habla de otra cosa, sobre todo en Inglaterra, donde la actriz estadounidense y su marido Harry han dado el portazo en Buckingham abandonando para siempre la familia real, con todos los riesgos y también con todas las consecuencias. Apenas dos años después de abandonar su sólida carrera para convertirse en Duquesa de Sussex ha llegado el Megxit. Se acabó la buena vida, el sueldazo del Estado, el palacio y hasta el título nobiliario. Y aun así ambos han tomado la que probablemente es la mayor decisión de sus vidas: irse de un sitio en el que no quieren estar.

“Todas las niñas quieren ser princesas y ahora ella lo rechaza”, ha dicho su despechado padre Thomas, echándole en cara a su hija una decisión que puede ser incomprensible desde la distancia, pero que quizás habría que mirar desde otra perspectiva. Markle era una estrella, una celebrity con la vida resuelta que en el mejor momento de su carrera y sólo por elegir con quién casarse (por segunda vez) se ve obligada a dejarlo todo, a mudarse a Inglaterra, a que su talento no sea  reconocido para pasar a ser un florero al lado de su marido, a convertirse en la mujer del hermano del heredero, a parir como única función, a posar y saludar en aburridos actos oficiales, a aguantar a la reina y toda la disciplina royal, a ser carne de tabloide… Y todo eso siendo una yankee mulata en la corte de su graciosa Majestad, la misma que hubiese querido borrar alguna escena subidita de tono el mismo día que se conoció el enlace. ¿De verdad que el cambio era tan envidiable?

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Harry ya perdió siendo niño a su madre, la princesa Diana, y por eso sabe bien lo que significa vivir perseguido por los paparazzi y perder la privacidad por culpa de un cargo que le viene de cuna, no como a su mujer, que se ha encontrado con la pescada sin comerlo ni beberlo. El pelirrojo siempre fue el rebelde de la familia y ahora ha dicho basta, acompañando su esposa en una decisión que está dando y dará que hablar durante meses. 

Los ingleses, a los que les encanta hacer juegos de palabras e incluso inventárselas, han creado incluso un verbo con el nombre de la ex duquesa. El nuevo slang millenial ha acuñado el término hacer un Meghan Markle con el significado de “valorarte tanto a ti como a tu salud mental lo suficiente como para abandonar o salir de un entorno o situación en el que tu presencia no es deseada ni bienvenida”. Se me ocurren pocos ejemplos mejores de auténtico feminismo, aunque creo que no encaja con el perfil pregonado desde la progresía.

El tema de las relaciones interpersonales siempre es peliagudo. Todos nos vemos en situaciones en las que no queremos estar o forzados a relacionarnos con personas que no nos hacen ninguna gracia. Ahí se llevan la palma las relaciones familiares y las profesionales, escenarios de tensión en los que el paripé puede saltar por los aires a las primeras de cambio porque, sencillamente, nadie se siente especialmente cómodo. Todos tenemos un cuñado, una hermana o un compañero al que no soportamos, pero parecemos atados a ciertas convenciones sociales que nos obligan a pasar por el aro y tragar sapos a costa de nuestros propios deseos, subyugando nuestras decisiones personales a no se sabe bien qué acuerdo social que nos obliga a estar donde y con quien no queremos. Si además somos conscientes de que estamos en un sitio en el que no pintamos nada o en el que nadie tiene especial interés por nosotros, los argumentos son aún mayores.

Pues cada vez que te inviten a ir a una boda a la que no quieres ir y no sepas cómo quitártela de en medio, acuérdate de Meghan Markle. ¿Habrá decisión más difícil que abandonar la familia real por decisión propia, con todo lo que implica? Seguramente no habrá sido fácil de tomar y habrá generado no pocos dolores de cabeza, pero habrá estado completamente alineada los valores y los deseos de la pareja, lo que seguramente dejará una enorme sensación de alivio tras la tormenta inicial. Elegir con quién y cómo nos relacionamos nos obliga a dejar gente por el camino, a tomar decisiones que pueden ser dolorosas, pero que con el tiempo son algunas de las más honestas, maduras e importantes que generamos en nuestra vida. Incluso si a quien dejas por el camino es la mismísima Reina de Inglaterra.

Soy muy de Meghan, lo reconozco. Además de ser súper sexy, me gustó su personaje en Suits, el de una niña pija hija de uno de los mejores abogados de Nueva York que en lugar de quedarse en las faldas de papá elige volar sola y labrarse su propia carrera. Eso supone hacerlo lentamente, poco a poco, pasando años en puestos ingratos, sin los enchufes que podría facilitarle su padre e incluso trabajando en un despacho de la competencia. Su personaje fue creciendo con el paso de las temporadas, pasando de típica chica mona a tener más peso, tanto en la propia trama como en su evolución personal y profesional. Y cuando estaba en lo más alto, lo dejó todo por amor. Ahora, dos años después, ha vuelto a tomar una gran decisión. Meghan Forever.

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