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Sobre este blog

Estudié para profesor de inglés pero nunca pisé un aula, porque lo que siempre me gustó fue escribir y contar historias. Lo hice durante 15 años en El Día de Córdoba, cumpliendo sueños y disfrutando como un enano hasta que se rompió el amor con el periodismo y comenzó mi idilio con el coaching y la Inteligencia Emocional. Con 38 años y dos gemelas recién nacidas salté al vacío, lo dejé todo y me zambullí de lleno en eso que Zygmunt Bauman llamó el mar de la incertidumbre. Desde entonces, la falta de certezas tiene un plato vacío en mi mesa para recordarme que vivimos en tiempos líquidos e inestables. Quizás por eso detesto a los vendehúmos, reniego de la visión simplista, facilona y flower power de la gestión emocional y huyo de los gurús de cuarto de hora. A los 43 me he vuelto emprendedor y comando el área de proyectos internacionales de INDEPCIE, mi nueva criatura de padre tardío. Me gusta viajar, comer, Queen, el baloncesto y el Real Madrid, y no tiene por qué ser en ese orden.

La intención positiva

Fumando

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Fumar para parecer más sociables, beber para pasarlo bien y evadirnos, llorar para llamar la atención… Si te das cuenta, la gran mayoría de las acciones y comportamientos que de una forma deliberada o automática ejecutamos a lo largo de nuestra vida tienen una deliberada intención. Desarrollamos determinadas estrategias porque buscamos un objetivo, y si vemos que además nos dan resultado, incidimos en ellas. Relacionamos esa conducta con un contexto y con un resultado, de forma que la hacemos nuestra para conseguir nuestros fines.

Esas conductas se definen en PNL con uno de sus más conocidos axiomas: toda actuación tiene una intención positiva, porque al fin y al cabo responde a una necesidad del individuo que en muchos casos tiene que ver con la autoestima, la autopercepción y su forma de relacionarse interpersonalmente.

Lo curioso es que con el paso del tiempo, esos comportamientos (que en su momento fueron esporádicos y que terminaron convirtiéndose en hábitos e incluso en parte de nuestro comportamiento) puede que dejen de dar resultado, o que incluso tengan un efecto completamente contario y nocivo. Dicho de otra manera, la intención inicial era positiva, pero el resultado es nefasto. Quizás el coste en salud de un cigarrillo es mayor que el de la sociabilidad, y una copa (o un porro, una raya, una pastilla…) nos jode más que nos divierte. Pero nosotros seguimos, dale que dale, insistiendo en una estrategia que nos funcionó durante mucho tiempo. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué sigo incidiendo aunque ahora no me sirve? Porque no han cambiado las personas, pero sí el contexto.

Esto nos lleva a darle una vuelta de tuerca a la primera presuposición, y es que cualquier conducta es (o puede ser) funcional en un contexto determinado, lo que también implica que puede dejar de serlo si el contexto varía. Evidentemente, cuando esto sucede y los resultados no son los deseados, lo ideal (incluso lo normal) sería generar conductas alternativas que en base a la experiencia y los resultados obtenidos nos hagan valorar si son más funcionales y operativas. Lo lógico sería un movimiento de adaptación a una nueva realidad, pero para eso necesitamos algo muy importante: recursos.

Eso podría explicarnos una pregunta bastante habitual, porque si en el fondo toda actuación tiene una intención positiva, ¿por qué insistimos en ella cuando tiene un efecto negativo? Sencillamente, porque no sabemos hacerlo de otra manera ni tenemos los recursos (físicos, intelectuales o humanos) para desarrollar otra estrategia. Esto vendría a explicar que cada persona hace siempre las cosas lo mejor que puede en base de los recursos de que dispone... aunque en muchos casos no sea suficiente.

Bebemos porque no nos lo sabemos pasar bien de otra manera, y hasta que no aprendamos o encontramos esa otra fórmula, seguiremos tirando de la copa. Si para relajarnos necesitamos tener un cigarro en la mano, encenderemos el siguiente con la colilla del último en un ciclo sin fin… a menos que desarrollemos otra estrategia que nos sirva como alternativa. Es una simple cuestión de recursos, y como aprender es un acto que implica la molestia de salir de nuestra incompetencia consciente (sé que no sé, pero tampoco hay nada que me estimule a aprender) puede seguir ahí instalado ad aeternum, utilizando la vieja estrategia que ya he interiorizado y que en su momento (en su contexto) me sirvió.

Aquí empieza lo complicado, porque para revertir esa situación, lo primero que necesitamos es tomar consciencia de que hay algo que hacemos que no nos está sirviendo, algo que tenemos tan arraigado que nos califica, que nos etiqueta y nos define como personas. Puede que sea el momento en que el comportamiento se ha comido a la persona. Entonces ya no nos llamaremos Pepe, Paco o Lola, sino “el fumador”, “el bebedor” o “el llorón”, y para esto último no hace falta ser un bebé. Si no nos damos cuenta de qué estamos haciendo (conducta), para qué (intención) y qué resultado o efecto nos está generando, será difícil desarrollar otra actuación alternativa.

Y a partir de ahí, el eterno aprendiz tendrá que aprender, encontrar recursos y conductas alternativas y formas de ejecutarlas. Sólo así podremos generar otra forma de actuar con la misma intención positiva, pero buscando siempre el resultado más funcional.

Y tú, ¿te has pillado alguna vez buscando una intención positiva con una estrategia absolutamente errónea? ¿Tienes alguna forma de actual que persiga algo que te sacie a corto plazo pero que te condene en el largo?

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Estudié para profesor de inglés pero nunca pisé un aula, porque lo que siempre me gustó fue escribir y contar historias. Lo hice durante 15 años en El Día de Córdoba, cumpliendo sueños y disfrutando como un enano hasta que se rompió el amor con el periodismo y comenzó mi idilio con el coaching y la Inteligencia Emocional. Con 38 años y dos gemelas recién nacidas salté al vacío, lo dejé todo y me zambullí de lleno en eso que Zygmunt Bauman llamó el mar de la incertidumbre. Desde entonces, la falta de certezas tiene un plato vacío en mi mesa para recordarme que vivimos en tiempos líquidos e inestables. Quizás por eso detesto a los vendehúmos, reniego de la visión simplista, facilona y flower power de la gestión emocional y huyo de los gurús de cuarto de hora. A los 43 me he vuelto emprendedor y comando el área de proyectos internacionales de INDEPCIE, mi nueva criatura de padre tardío. Me gusta viajar, comer, Queen, el baloncesto y el Real Madrid, y no tiene por qué ser en ese orden.

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