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Elige la vida

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José Carlos León

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- Aquí no pueden estar de pie. Tienen que sentarse.

- Pero es que esto es un concierto de rock y me apetece verlo de pie. Además, no molestamos a nadie.

- Está prohibido estar de pie en los pasillos. Nadie puede ocuparlos. Vuelvan a sus asientos o tendré que llamar a seguridad.

La conversación se produjo el pasado viernes en el Teatro de la Axerquía entre un miembro de la organización del concierto y un pacífico padre de familia que superaba ampliamente los 40. Probablemente había hecho malabares con la ingeniería familiar para liberar esa noche, colocar a las niñas con los abuelos y escaparse un par de horas para cantar, bailar, disfrutar y recordar todo eso que podía hacer antes de que la vida adulta le aplastara con sus reglas. Ese era el perfil general del público, gente tranquila con ganas de pasarlo bien y pocos deseos de incordiar. No eran hordas peligrosas, heavies sospechosos o filoetarras fans de Kortatu, pero el simple hecho de querer ver un concierto de pie los convertía en sospechosos de querer alterar el orden público. Así que, en nombre de la seguridad, fueron amablemente invitados a aplastar su culo en los incómodos asientos de piedra y anestesiar sus ganas para convertirse en elementos de atrezzo, figurantes de cartón piedra de un espectáculo que no podía salirse de las reglas marcadas. Prohibido levantarse, prohibido bailar, prohibido molestar.

La organización casi consiguió que lo que tenía que ser algo divertido con un público implicado y bailón se pareciera a una ópera donde señoras enjoyadas lucen sus hieráticas figuras en la hoguera de vanidades en que se convierten los palcos y la platea. Se supone que era un concierto de rock, pero por momentos parecía la muda tribuna de El Arcángel, con sus comepipas y criticones profesionales, plagada de listos con las recetas para arreglar el mundo sin moverse del asiento. Sólo rompían la disciplina los selfies para el postureo de las redes sociales y los que además de no levantarse del asiento apostaron por grabarlo todo con el móvil, como si la realidad fuera lo que pasa a través de la puta pantalla en lugar de lo que tenían delante de sus narices. La vida con filtro. La vida en diferido. La vida de los otros.

El segurata ya había tomado posiciones para quitarle a los rebeldes las ganas de saltarse las reglas, con su pose chulesca, su mirada inquisidora y ese aire a la Policía del Pensamiento orwelliana. Nadie podía osar saltarse las reglas. Algunos se miraban conscientes de que aquello era absurdo, casi anti natura, e incluso hubo quien hizo ademán de levantarse para saltar y bailar, pero pronto se vio solo, señalado, rodeado por elementos sedentes e inexpresivos, extraño en un mundo de seres replicados y constreñidos por el sistema. Los deseos habían quedado secuestrados y la individualidad sometida bajo la masa alienada.

Ya dijo Zygmunt Bauman que cuando el Estado utiliza el miedo para controlar a las masas surge la tiranía de la seguridad, lo que le permite reducir los derechos individuales en pos del bien común y la tranquilidad del pueblo. El miedo se globalizó tras el 11-S y cambió para siempre nuestras vidas, convirtiéndonos en una sociedad de gilipollas, de gente dispuesta (y obligada) a quedarse en pelotas en un aeropuerto, donde el individuo queda reducido a la nada y convertido en una réplica sustituible de la cadena de montaje. Todo sea por el orden y la seguridad. Nos quieren iguales o al menos parecidos, sentados en el concierto, mudos y aplaudiendo sólo cuando el regidor lo diga. “Elige la vida”, decía Renton mientras corría por las calles de Edimburgo en Trainspotting, pero en realidad todo está diseñado para que elijas lo alguien ha decidido que tienes que elegir mientras tu mente se embota. Suena apocalíptico, pero el día que no puedes ponerte de pie para ver un concierto es que algo está pasando.

El gran problema es que luego no nos piden eso. El Foro Económico Mundial predijo hace unos años que en las próximas décadas el mercado laboral nos iba a exigir habilidades como el pensamiento crítico, la creatividad o la flexibilidad cognitiva. Quieren que tengamos pensamiento lateral, que generemos respuestas alternativas a problemas complejos, que tengamos imaginación y que, como dicen los modernos, pensemos out of the box. Pero nadie nos entrena para eso, y luego la hostia es más grande. En un mundo que cada vez se mueve más rápido y en el que todo cambia a una velocidad de vértigo, el desarrollo del talento y la creatividad individual es fundamental. En el lenguaje de los negocios se dice que hoy sólo existen dos tipos de empresas: las rápidas y las muertas. Es decir, las que tienen la capacidad de adaptarse y ser flexibles o las que desaparecen. Con las personas y con los trabajadores pasa lo mismo, pero esa resiliencia, esa neuroplasticidad necesita ser entrenada desde pequeños para que cuando lleguemos a la edad adulta y al mercado laboral la transición sea más cómoda. El problema es que a más de uno el lunes por la mañana le pedirán imaginación y creatividad para solventar los inesperados problemas de su empresa, pero el viernes no le dejaron que viera un puto concierto de pie.

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