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200 plazas y una oportunidad

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José Carlos León

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Aunque el titular parece sacado de unas oposiciones a Sadeco, no tiene nada que ver con eso… o quizás sí. Les quiero hablar de mi amigo Boelo. Es holandés, pero vive en Málaga desde hace casi 25 años y hoy es propietario y director de Babel Idiomas, probablemente la cadena de academias más prestigiosa de la ciudad. Está absolutamente integrado, habla un español perfecto, su familia es malagueña y su hijo fue hasta pregonero de la Semana Santa. Es socio del Málaga y su casa de Pedregalejo es de esas que salen en el Hola.

La vida le va bien y él se lo curra todos los días. Parece un personaje de Holandeses por el Mundo, de esos a los que todo les va de puta madre, que provocan envidia de la mala y hacen que emigrar parezca coser y cantar. Cada vez que vuelve a Breda, sus familiares y amigos lo ven como un triunfador, con su rostro bronceado y una permanente sonrisa de oreja a oreja. Lo ven como alguien que vive en lo más parecido al paraíso y que seguramente en España estará todo el día tomando el sol y trabajando bastante menos que bajo la férrea disciplina centroeuropea.

Cuando alguien le echa en cara su suerte, Boelo siempre contesta lo mismo: “En mi avión había 200 plazas”. Y eso que seguramente todos los asientos estaban llenos de gente que vino de vacaciones, se tostó al sol de Fuengirola o Torremolinos, bebió litros de cerveza en sus propios pubs sin necesidad de mezclarse con los locales y al acabar cogió su avión de vuelta a la bucólica Holanda, con sus molinos, sus tulipanes, sus bicis y su metro de nieve hasta el verano que viene. La cuestión es que quizás nadie más vio la oportunidad que tenía delante, sólo Boelo.

Por cierto, esa “oportunidad” le llegó en Indonesia, a 11.000 kilómetros de su casa, donde con poco más de 20 años y recién terminada la carrera se fue a hacer unas prácticas de seis meses en lugar de quedarse en casa. Allí recibió una llamada de alguien que conocía a alguien y un par de semanas después estaba en Málaga, empezando una historia que hoy tiene final feliz, pero que pasó por trances que hubieran acabado con la esperanza de cualquiera.

Trastear la etimología de la palabra oportunidad puede provocar una sorpresa, porque significa literalmente “la cualidad de saber que estás frente a un puerto”, es decir, un lugar al que dirigirse, un destino en mitad de la tormenta, una salida certera a una situación concreta. Una capacidad al fin y al cabo que no tiene todo el mundo. De hecho, solemos estar tan cegados por la rutina que ni siquiera buscamos oportunidades, o como mucho esperamos que aparezcan mientras damos vueltas y más vueltas en la rueda del hámster. Puede incluso que pasen delante de nuestras narices y que no las veamos sencillamente porque no las estamos mirando, como en el famoso experimento del gorila. Y así pasa la vida.

https://www.youtube.com/watch?v=vJG698U2Mvo

Mientras dejemos que las oportunidades surjan o aparezcan por sí solas estamos poniendo todos los huevos en una cesta que no manejamos, como ese avión y sus 200 plazas. Las oportunidades están ahí fuera y difícilmente vendrán a llamar a tu puerta. Si quieres encontrarlas debes salir a buscarlas, o al menos estar preparado para el día que se generen, algo que nunca pasará mientras te quejas de tu mala fortuna llorando por las esquinas. Y aun así, no todos las verán, porque no todo el mundo está preparado o quizás no sean para ellos. Aprovechar las oportunidades depende de la capacidad para provocarlas y, a partir de ahí, construirlas día a día a base de decisiones enfocadas en un objetivo concreto. De lo contrario, estaremos minimizando nuestra capacidad de actuación y dejando al azar gran parte de nuestros resultados.

Puede que de todos los pasajeros del avión, sólo uno supiera lo que se traía entre manos. Recuerdo que durante muchos años, cada 1 de julio recibía a los becarios que venían a trabajar, aprender y ayudarnos en la redacción durante el verano. “¿Qué queréis que pase en estos dos meses?”, solía preguntarles. Algunos venían a cubrir el expediente, otros a sacarse un dinerillo, la mayoría a acumular experiencia, y los menos respondían que estaban allí para demostrar que eran tan buenos que merecían un contrato en septiembre. Alguno de ellos sigue hoy trabajando en el mismo sitio y puede que no fuera de los mejores, pero tenía claro a lo que venía. Sabía que tenía delante una oportunidad, una salida... como le pasó a mi amigo Boelo y quizás a alguno de los opositores a esa plaza de Sadeco.

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