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SOFÁ, SANDÍA Y MUNDIAL: 6. El codazo de Tassotti

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Antonio Agredano

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Le quieren dar el Nobel a García Lorca a título póstumo. “La gente ya no sabe qué inventar”, decía mi abuela frente al televisor. ¿Por qué no a Machado, cuyos huesos mondos reposan en Francia, envueltos en versos de bisturí y miseria de un país que le puso en la frontera? ¿Por qué no a Tolstoi, Plath, Woolf o Cortázar, dueños de un discurso que aún hoy es vanguardia? Lorca tiene una obra tan impactante, profunda y perdurable que cualquier premio para subrayar lo obvio me resulta, a estas alturas, intrascendente. ¿Qué queremos homenajear? ¿Su obra o su vida? ¿Sus excesos, reflexiones, experimentos, pulcritud, ambición, viveza literaria o su ruin asesinato? ¿Qué queremos recordar, aquel “largo espectro de plata conmovida” o su cuerpo perdido en la tierra oscura de una España oscura, en las fosas de la vergüenza? A ver si va a tener más importancia el Nobel que Lorca. Los premios sólo sirven para celebrarse a sí mismos.

Mirar hacia delante es recordar sin ancla. Batir las estelas. A mí me parece estupendo que un grupo de intelectuales se unan para pedir algo, pero me gustaría no parecer un idiota por creerlo del todo innecesario. Lorca se merece todos los premios literarios pasados, presentes y futuros. Y, precisamente por eso, no me preocupa que los tenga todos o que no tenga ninguno. Hay mediocridad premiada y excelencia en la ruina. Qué verbo tan explosivo es “merecer”. ¿Qué se merecía exactamente Míchel cuando marcó tres goles frente a Corea del Sur? ¿Para qué sirve un Balón de Oro? ¿Para ganar a Irán? ¿Para ganar a Nigeria? ¿Serían merecidas esas victorias? ¿Es el miedo a fracasar una enfermedad que los premios curan?

Ojalá darle una Copa del Mundo a título póstumo a la España de Clemente, eso sí. USA´94. El centro de Goikoetxea, la perilla de Caminero, la victoria imprescindible ante la Bolivia de Azkargorta y Marco Antonio “El Diablo”  Etcheverry. Y aquel gol de Hierro frente a Suiza. Como un Maradona de Lego. Sin articulaciones, sin regates, sólo potencia y una línea recta como una vía de tren. Andalucía Exprés. Su impaciencia ante Pascolo. Vi aquel partido en el bar de mi tío en la avenida de Medina Azahara. En un bloque que ya no existe, demolido para abrirle camino al progreso. Junto a la máquina del Street Fighter. Los cinco duros. Mis catorce blandos años. Dejar el colegio, empezar el instituto. La cabeza rapada, como ahora. Para estar más fresco, dijo mi madre, en la puerta del matadero.

Cuando España dormía con una sonrisa garabateada en la cara, cuando una esperanza paliducha y frágil recorría los hogares, llegó aquel sueño de cristales rotos en el Foxboro Stadium de Boston. Sábado, 9 de julio. Aquella tarde salieron Zubizarreta, Sergi, Abelardo, Nadal, Ferrer, Caminero, Alkorta, Otero, Bakero, Goikoetxea y Luis Enrique. La España roma ante una Italia invencible. Casi pudimos. Sándor Puhl. Salinas. Un lateral con cara de extra en un barato péplum. Lo de siempre. Las maletas.

Luis Enrique miraba al árbitro con el rostro ensangrentado. La camiseta blanca con cascabeles de sangre. La sábana santa. Deberían exponer aquella camiseta en el Museo del Prado. Retablo de lo que somos. Impotencia y resituación. De nuevo el terror. La eliminación acampada en la puerta. El fatum y el gol. Roberto Baggio en el minuto 88. Alkorta yendo al hombre de forma aparatosa. Zubizarreta dudando en la salida. Un segundo que permite a Baggio pensar, fintar, armar el disparo. Abelardo que casi llega. El balón inconmovible besando la red. El final. Un nuevo final. La maldición de los cuartos. La maldición de querer ser Italia. De querer ser Tassotti. Renunciar a mi país por una victoria. Por esa victoria. Ponerme la azzurra, salir por Miralbaida a celebrarlo como un loco. Eso pensaba, mirando fijamente una pantalla esmeralda. Lloré. Quizá mi primera vez viendo fútbol. No la última.

Cesc tenía siete años aquel día. En 1995 empezó a jugar en las categorías inferiores del C.E. Mataró. En 2008 batió a Buffon en una tanda de penaltis que sirvió para romper un muro. Era el lanzamiento definitivo. Cuartos de final de la Eurocopa de Austria y Suiza. De nuevo Italia. Cero a cero en los noventa minutos reglamentarios. El futuro en su pie derecho. Un gol de Pepsamar. Un gol de piscina vacía. “La historia cuenta lo que sucedió; la poesía lo que debía suceder”, dicen que dijo Aristóteles. En aquel verso de Cesc hubo redención y memoria. Sudáfrica 2010, nuestro único Mundial, empezó a ganarse en aquel punto de penalti, en aquel estado vienés.

Kenzaburo Oe ganó el premio Nobel de Literatura en 1994. Escribió: “Cuando quiero mirar nuestro mundo con los dos ojos, lo que percibo son dos mundos superpuestos: uno luminoso y claro, sorprendentemente nítido; el otro impreciso y sutilmente sombrío”. Sustituyo mundo por Mundial. Hay dos campeonatos en este campeonato. La decepción y el éxito, la luz y la oscuridad. El diálogo atávico. El fútbol es un combate de incertidumbres. Hoy empieza la última jornada de la fase de grupos. Dieciséis equipos caerán eliminados sin honores. Los cruces ya serán otra cosa. Morir a partir de octavos casi garantiza la dignidad. Salvo el 7-1 a Brasil, claro, y otras estruendosas excepciones. España lo tiene fácil esta tarde, pero el fútbol se relame con una lengua oscura. El fútbol es un monstruo hambriento acechando en la espesura. “Y no quiero llantos. La muerte hay que mirarla cara a cara. ¡Silencio!”, en palabras de Lorca. Que ruede el balón. Hoy empieza el futuro.

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