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Ojeras minúsculas

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Antonio Agredano

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De primero a quinto de EGB, algunas maestras de mi colegio daban reglazos en las manos. Era un centro público. De 1986 a 1991. Recuerdo el dolor, un cosquilleo que se quedaba un rato en la palma y trepaba hasta los codos. Recuerdo el sonido seco. Recuerdo el silencio del resto de los alumnos. No hace tanto tiempo de aquello. Yo sólo me llevé tres reglazos. Uno por pelearme con un niño, otro por no saberme la tabla del 3, otro por reírme sin contención en mitad de una clase. Tres latigazos de madera delante del Márquez, el Gómez, el Mode, la Vicky, la Yoli, la Bea, el Boche…

“¿Quién quiere llorar por los padres el primer día de cole cuando en clase te esperan cuatro perros? Nadie”. Así empezaba una noticia de ayer en los informativos de Telecinco. Para dulcificar la vuelta al colegio ya no vale con la alegría de encontrar nuevos amigos, jugar en el recreo, colorear, mancharse y aprender. Imagino a los maestros del centro entusiasmados sabiendo que sus años de formación y prácticas para entretener y enseñar a los enanos palidecen frente al lomo peludo de un perro. Imagino a los padres marchándose sigilosamente mientras sus hijos se arremolinan en torno al animal. Imagino a la directora del centro orgullosa de tan original iniciativa. No tengo nada en contra de los perros, pero sí tengo muchas cosas que decir en contra de la peluchización de nuestra realidad.

Debe haber un término medio entre la regla de madera y el perro en el recreo. Un espacio donde crecer con seriedad pero sin tragedia, con alegría pero sin frivolidad, con firmeza pero sin autoritarismos, con ilusión pero sin banalización. Hay que tomarse más en serio a los niños y menos a los padres. Naturalizar el colegio, el aprendizaje, el día a día. Luego usamos el comodín de la “educación” como respuesta a todos los problemas. Pero no sabemos ni qué educación están recibiendo nuestros hijos, ni si la que nosotros recibimos en su día fue suficiente. No se puede controlar el mundo a través de un grupo de Whatsapp. No podemos reafirmarnos a través de las tareas de los más pequeños. No podemos poner en manos de los profesores toda la responsabilidad. No podemos cenar tranquilos gracias a una tablet con dibujitos a los cinco años y luego pedir a los quince que dejen el móvil en la mesa a la hora de comer.

El problema de escribir columnas de opinión es esta rara tentación de dar lecciones a los demás. Juro que me contengo, aunque no siempre me sale. Esta cosa de imponer, con verso floreado, una visión del mundo. La mía. Los ricos lloran y los columnistas dudan. Y como padre he tomado la decisión de no escuchar a nadie y, a poder ser, que nadie me escuche a mí. Pero este espacio me permite compartir mis temores mundanos. Sin segundas. Sin mamporrerismos. Ese nervado miedo en mi interior desde que nació Fidel.

Creo que vivimos en una sociedad infantilizada, desunida, caprichosa, tendenciosa, revanchista y aburrida. Y en ella nosotros decidimos procrear, así que hay que ir apechugando. Creo que nuestros hijos viven empequeñecidos, a la sombra de nuestros temores. Sobreescuchados, sobreatendidos, sobreactuados. He aprendido a desdramatizar la paternidad. Desnudarla de trascendencia. Aguantarme el miedo. “Hoy vi a una niña llorando / en bicicleta / yo no podría hacer / las dos cosas a la vez”, escribió el poeta argentino Rodolfo Edwards. Los padres ya perdimos la oportunidad de ser niños. Ya estamos a otras cosas. No se pueden evitar los portazos, ni los chichones, ni el desamor. Esto es una prórroga eterna, un infinito empate. No hemos parido a genios artísticos, ni a delanteros de talla mundial. Sólo niños. “Hay un solo niño bello en el mundo y cada madre lo tiene”, dijo José Martí. Cada minuto que mi hijo pasa lejos de mi regazo o el de su madre es un minuto de incertidumbre, pero no nacimos canguros. Desde que soy padre habito la crudeza y el terror. Me levanto de madrugada para escucharlo respirar, para verlo allí, sin más. En su cama. Ajeno a mi inquietud. Ajeno a mis pesadillas. “De chicos porque son chicos y de grandes porque son grandes”, me dijo un amigo con hijos adolescentes y nos reímos los dos, pero entendí a la primera por dónde iba. “Un hijo es como tener algo siempre al fuego”, que escribió Xacobe Casas y citó Manuel Jabois en ´Manu´. Ya para siempre ese pellizco.

No quiero que mi hijo acaricie a perros a la entrada del cole y no permitiría que una maestra golpeara las manos de mi hijo por no saberse la lección. Quiero que encuentre en la educación un sustento. Que su curiosidad no enferme. Que algún día tenga la tentación de abrir un libro. Quiero que Fidel sea feliz y también consecuente. Quiero que escuche más que hable. Quiero que sepa encajar una pérdida. Quiero que no busque intencionadamente el dolor de los demás. Quiero que se despelleje las rodillas por evitar un gol. Quiero que ría con ingenuidad y sin freno. Que sienta vértigo en su primera zambullida en el mar. Que aprenda a jugar solo. Que no mercadee con su tristeza. Que no busque atención contando miserias de los demás. Que construya ciudades y luego las destruya como un Godzilla en pijama. Quiero que recuerde a sus padres con una sonrisa. Que no extrañe. Que no se derrumbe. Quiero muchas cosas que empiezan en el cole. En una mesa verde, con una mochilita al hombro, con ojeras minúsculas a las ocho de la mañana.

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