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Para qué me invitan

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Antonio Agredano

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Tras muchos años en los que el mundo me ha brindado innumerables espectáculos, lo que finalmente sé con mayor certeza respecto a la moral y a las obligaciones del ser humano, se lo debo a las comidas navideñas de empresa. No sé si Albert Camus se enfrentó a alguna de esas siniestras y etílicas funciones. Quizá los del Alger Républicain organizaron algo, pero el escritor fingió alguna indisposición existencialista para ahorrarse el escarnio. Me imagino al Nobel francés borracho, arrastrado por sus colegas del periódico y gritando: “Si vous savez déjà comment je me comporte, pourquoi m'inviter”.

Las cenas de empresa son como la pamela en las bodas de día, el saludo al vecino en el portal o el paseo invernal al baño en la madrugada: un incordio al que no se puede renunciar. En la Navidad hay que emborracharse siempre, pero no es lo mismo hacerlo ante la mirada condescendiente de tus padres, primos, consortes y prole turulata que ante la observación aviesa, interesada y fiscalizadora de tus compañeros de trabajo. Desconfío de la gente que no bebe, desconfío de la gente que dice que controla cuando bebe y desconfío de la gente que se pasa bebiendo y pierde los papeles. Yo soy de los últimos. Y no pido comprensión, sólo karaokes abiertos, camareros generosos con los chupitos y taxistas amables.

En las cenas de empresa hay un rey, una reina, y muchos peones. Algún informático heavy y muchos jefes, subjefes, subsubjefes y algún indio. Los menos. En este país quien no tiene un cargo es como quien no lleva ropa interior, que por muy cómodo que parezca a veces les pica. También, no hay que olvidar esto, en cada comida de empresa hay un gilipollas. Lo malo es que uno nunca sabe si le ha tocado asumir ese papel. Cuando te das cuenta ya es demasiado tarde. En las cenas de empresa hay amores ocultos y envidias sutiles. Córdoba es cinturón negro de envidiar sin que se note. Es tan cordobés como la Mezquita esta cosa de risa y puñalada, de abrazo y bomba lapa.

En las comidas de empresa hay amistad espontánea y buenos propósitos de futuro. Humanos haciendo cosas de humanos en sociedad. Carcajeando los chistes de los que mandan e ignorando a los que están a nuestro nivel. Para destacarnos. Para destacarnos ridículamente en ese escenario de menús cerrados, vino espumoso y postres al centro. Bromas a la nueva, que es vegana. ¿Y las proteínas que te faltan?, preguntan. Sin que les interese lo más mínimo la respuesta. En las comidas de empresa se dispara con bala. Pero eso no hace falta que os lo recuerde. Y tras la comida, las copas. O los cacharros, que decimos aquí. O los leñazos, como les llama Adolfo. Del digno Larios Cola a la floral ginebra que no tenemos valor de pronunciar. Uno es tan simple como compleja es la copa que se pide. Cuanto más retorcida, moderna, llamativa y elaborada es nuestra borrachera, menos interesante es tu discurso. El ropero del Long Rock está lleno de perchas con vuestra dignidad colgada. Habéis perdido el ticket y os costará recuperarla. No pasa nada. Creo que la vida es ir y venir muchas veces y el que no va nunca se pierde el precioso vértigo que es volver. Hombres G, Queen y el baile de la loseta.

Las comidas de empresa se sabe como empiezan pero nunca cómo acaban. Son como los partidos del Córdoba CF, que puedes ir ganando dos a cero con uno más sobre el césped y acabas celebrando el empate. No sé qué es peor, si creerse el listo o hacerse el tonto. En los primeros hay estupidez y osadía y en los segundos sólo estupidez. Solo hay dos reglas que no habría que contravenir en uno de estos oscuros recitales laborales: 1. Si te quieres hacer el gracioso, no enseñes chistes que te han mandado al whatsapp. Todos lo tienen ya. No es divertido reunir en torno a tu móvil a cinco o seis compañeros tratando de escuchar, con dificultad por el ruido de los cubiertos y las conversaciones, a un gato con voz aflautada contando la bromita de marras. Y 2. Si te preguntan por el Córdoba di que no te gusta el fútbol. No entres al trapo. Deja que la conversación fluya lejos de ti. Si oyes barbaridades, no las rebatas. Si alguien dice “lo que le pasa al Córdoba es que la gente aquí es el Barça y del Madrid”, sírvete otra copa, traga saliva, y disfruta del vino. Si, irresponsablemente, intentas convencer a los demás de lo que pasa en nuestro club, vas listo. Los fines imposibles conducen a la melancolía. El Córdoba es un libro garabateado e inentendible.

Por lo demás, todo está permitido. Los caminos de la conga son inescrutables. Puedes bailar el Follow the leader, puedes tratar de seducir a tus compañeros de trabajo, puedes incluso enseñar fotos de tu hijo recién nacido. Puedes emborracharte, vomitar entre el segundo plato y el postre, perder el móvil de camino a casa. Puedes insultar al imbécil de tu jefe, puedes acabar en el bingo cantando línea cuando ya la han cantado en otra mesa. El mundo es tan pequeñito y predecible que benditas sean las comidas de empresa, fracturas de la cotidianidad. Celebración de lo que fluye. Canto a romper las cadenas de ese servilismo casposo que es el trabajo por cuenta ajena en este país, en esta tierra de gerifaltes peseteros, de garantes del presentismo. Zoquetes, abrazafarolas, babosetes encorbatados que se liberan con torperza y estruendo una vez al año.

Todo está en las comidas de empresa navideñas. Lo bueno y lo malo. El yin y el yang. El jamón serrano y el brócoli. El amor y el odio van siempre de la mano. Como dos niños que miran el mar entrelazados. El mar de lo que somos. Hemosamente excesivos. Miserables, divertidos, deprimentes y extraordinarios.

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