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Todo cae

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Antonio Agredano

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Todo cae. Cayó Napoleón y cayó María José Galera. Cayó el Imperio Romano y cayó la Cafetería Gaudí. Cayó Susana Díaz y pronto caerán otros. Hasta el Yambut caerá algún día. La vida es un abismo y sólo somos hojas sumergidas en el aire. Pero antes de caer, antes de golpear con última suavidad el suelo, disfrutamos. ¡Disfrutamos de lo lindo! De lo que tenemos, por escuálido que sea nuestro patrimonio, y de lo que somos, por imperceptible que les resulte a los demás nuestra mundana existencia.

Todos follamos. Todos reímos. Todos eructamos satisfechos. Todos olemos el césped recién cortado. Todos cerramos los ojos al darle el primer sorbo del verano al gazpacho. Todos sentimos el incendio del amor en las mejillas. Todos cantamos en la ducha. Todos miramos la luna cuando está gorda, blanca y expectante. Todos los hombres se despiertan empalmados y todas las mujeres encuentran la luz, como ET, en la punta de su dedo.

También está el fútbol. Ese deporte jugado con la parte más tosca de nuestra anatomía. Cuando la vida depende de un pie, de una enérgica patada, de un poco de cuero zurcido, es que algo hemos hecho bien como pueblo. Lo predecible siempre fue enemigo de las emociones. El corazón habita en lugares oscuros. Por eso pasan las cosas que pasan, que nos lanzamos de una piel a otra hasta encontrar la tierra que nos hará fuertes, enraizados e ingenuamente eternos. Todo es para siempre aunque dure un puñado de días.

Hay quien define el gol como una liberación. Hay quien lo define como un orgasmo. Yo creo que los goles son el placer que da cuando te rascan en esos sitios que te pican pero donde tú sólo no te llegas. El otro día el Córdoba marcó cuatro goles. Cuatro. Como cuatro son los ases de la baraja, cuatro los jinetes del Apocalipsis, cuatro los cacharros que me tomo en el Automático antes de irme a dormir. Quizá más. Pero me planto para que cuadre. Los goles son como el oro con el que nos enterrarán algún día. A mí enterradme con el gol de Uli Dávila extendido sobre el pecho. Tapadme los ojos con el gol de Ramos ante el Cartagonova.

No pude ver el Córdoba-Oviedo. Era la segunda vez que un amigo me la jugaba en seis meses. A veces son insoportables. Es parte de su encanto. Primero me hizo aquella faena en enero de irse así sin más. Sin dignarse a decir adiós. Y ahora, en una fría tarde del mayo que agoniza, se permite el lujo de ser homenajeado en un acto en la Feria del Libro de Sevilla. Seguro que lo hizo adrede. Una sutil venganza tras la eliminación de su Atleti en las semis de Champions por el Madrid, con el que sabe que simpatizo. Lo veo. Los escritores son así de retorcidos.

Soplaba el viento. Leían poetas sus poemas y yo miraba el móvil para ver cómo iba el Córdoba. Para que él no se enfadara por semejante falta de respeto en tan profundísimo homenaje, también iba viendo en la posición que iba quedando el Cádiz con esos resultados en juego. Su equipo de niñez, su arquitectura íntima. Quiero que suban los de amarillo. Por él. Y lo celebraré con vino si sucede. Y brindaré por los ojos que no pueden ver ya. Sus ojos que devoraron el mundo a espaldas de la poesía. En la playa blanca de los libros. En el epitafio esmeralda de los estadios.

Todo cae y caeremos nosotros. Nos iremos. Sin dramas, pero con lágrimas. Sin gritos, pero con una melancolía viscosa inyectada en el brazo. “Gol de Piovaccari”, le dije a María en un susurro. Me miró entre la reprobación y la complicidad. Ella sabe lo que he llorado. Lo que siento. Lo que viví aquella mañana. Y el recuerdo como una sirena que te despierta en la madrugada. Contra la tristeza, aquellos goles de domingo que casi salvaban al Córdoba y apartaban al Oviedo definitivamente del playoff de ascenso, dándole oxígeno a un Cádiz que jugará para subir a Primera.

Todo cae y por eso la vida debe ser un tobogán y no un columpio. Hay niños a los que les gusta mecerse. Hay niños que prefieren precipitarse al vacío. Yo era de los segundos. No es una cuestión de valentía. No es una heroicidad. Es entender el mundo como lo que es: una oportunidad eléctrica. Él vivió y sintió así. Imparable y excesivo. Único. Por eso, en el homenaje, con ella a mi lado, rodeado de amigos, en una incómoda silla de plástico en mitad de ningún sitio, lo busqué en el fútbol y no en los poemas. Lo busqué en los goles, porque los goles son el patrimonio de los que no tenemos casi nada. Nuestro tesoro bajo una cruz de arena.

La tarde acabó blanda y gélida. Como una pechuga de pollo a medio descongelar. Gente a la que no había visto nunca desfilaba con cara cenicienta. El fútbol es una lupa con la que observar el mundo en su prodigioso detalle. Los goles son una suerte de reencuentro. “Me vacío de mi vida y mi vida se queda”, escribió Mark Strand. Es un hermoso adiós, para quien tenga tiempo de despedirse.

Los goles son turistas despistados. A veces llegan y ni siquiera saben que han llegado. Otras veces, recorren barrios lejanos con un mapa desplegado. Buscando una señal. Un punto de fuga. Los goles son turistas que se detienen para mirar edificios vulgares. Que entran a las casas sin llamar. Que de tanto andar siempre parecen cansados. Hay en los goles un itinerario errático. El balón difuso, vagabundeando frente al portero. En ese gajo de naranja rompiendo el marcial lineado del área. Cuando caiga, recordadme en ese suspiro interminable. En ese gol que emerge del silencio. Que se eleva unos instantes y vuelve precipitado a la cuna entre murmullos.

Ese gol, que como el amigo perdido, sube entre guirnaldas y cae envuelto en humo. Somos la generación del Challenger. El miedo a las alturas es tan antiguo como el miedo a la oscuridad. Te echo de menos. Al final nos hemos salvado. Suerte a los tuyos.

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