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Bares

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Antonio Agredano

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Como muy poca fruta, hace años que no voy al teatro, nunca he leído Rayuela, vivo en Sevilla y prefiero la Cruzcampo. Me gusta Razak, desde niño simpatizo con el Real Madrid, jamás he aguantado entero un disco de Bruce Springsteen, soy militante socialista y no distingo el sabor del salmorejo cordobés y la porra antequerana. Defendí a Oltra hasta el último día, me gusta más el Calcio que la Premier, me pareció un error que las peñas no se sentaran a hablar con el presidente del Córdoba cuando las convocó, siempre fui más del Bocadi que del Lucas, no estoy cómodo en el Long Rock y en el Arcángel no tengo abono de fondo sino de preferencia. Algunas tardes veo el Sálvame tumbado en el sofá, en un piso alquilado porque comprar una vivienda me sigue pareciendo una locura. Me gusta emborracharme, llevar ropa cómoda y me molesta la presencia de los gatos.

Mañana puede ser distinto. Es lo que tienen las opiniones y los gustos, que no son jaulas, que uno puede abrir la puerta y salir de ellas sin dar explicaciones. Sin pedir disculpas. Sin hacer un comunicado. En el peor de los casos te llamarán chaquetero, o veleta. Pero siempre he desconfiado de los que presumen de no haber cambiado de opinión en años. Como si el estatismo fuera virtud y no defecto. Yo vivo en lo mudable. En la carretera. “Por lo mudable me llamaste veleta. Si yo soy la veleta tú eres el aire”, que cantaba La Niña de los Peines. “Prefiero ser una metamorfosis ambulante a tener una opinión formada sobre todo”, que cantaba Raúl Seixas. No voy por ahí con una venda en los ojos. Miro y aprendo. Escucho y me disculpo si creo que me he equivocado. Vivo de una forma sencilla. Me doy poca importancia. Somos carne y un cerebro pequeñito, como un altramuz, para adaptarnos a la vida de la mejor forma posible. No tiene mayor misterio.

Ayer me bajé al bar para ver un Alavés-Sevilla. Entre los parroquianos estaba El Crítico, ese típico espectador de bar que narra cada jugada. Que dice por donde debe ir el balón, cómo jugarlo y a quien. Estaban también los demás: El Reservado. El Apasionado. El Razonable. El Cenizo, ese que se pasa el partido aventurando el fracaso. Como la canción infantil de Noé: no faltaba ninguno. Y estaba yo, con aire distraído, como un infiltrado, tomándome una Cruzcampo, por pura rebeldía.

El Crítico cuestionaba al equipo de Sampaoli por querer jugar la pelota desde atrás. Su argumento era que jugar al pie es peligroso y que hay que romperla arriba para evitar el peligro. Lo miré extrañado. A día de hoy creo que el Sevilla está donde está precisamente por querer domar la bola, echarla al suelo y construir con paciencia. Que en esa vocación de control está la base de los grandes equipos. Pero a él se lo llevaban los demonios. “Somos una banda”, dijo. Y luego “qué vergüenza, no sabemos defender”. Su idea de defensa era achicar balones, devolvérselos al contrario, apretar el culo en torno al área y romper el cuero cada vez que hubiera oportunidad. Cierto que su equipo ayer no jugó bien, pero no creo que el problema fuera la renuncia al patadón. El Apasionado dijo “no tienen huevos”, que es como cuando se te estropea el coche y en lo primero que piensas es en la correa de distribución. O cuando el ordenador da un pantallazo y sentenciamos con el “será un virus”. La vida no es tan compleja como para querer simplificarla tanto, pero aún así, en la falta de huevos, hay un discurso tiernamente hooligan, naturalizado. Sin embargo, El Crítico es un individuo insoportable, por su explicación constante del juego de su equipo. Aporta variantes, cambios y hasta a qué palo tirar. Discursos al aire, de entendido, de creer que ve lo que nadie ha visto. Un sabio de bodeguita, un charlatán, un vendedor de crecepelo.

En otro tiempo hubiera tomado la palabra. Hubiera plantado mi opinión, hubiera buscado alianzas en el respetable. Habría rebatido su discurso interminable. Pero ayer observé silencioso el bosque humano. Las mesas, la barra, a ese embaucador explicando el fútbol. Y me sentí como Naty Abascal cuando dijo aquello de: “Porque yo quiero a todo el mundo. O sea, te quiero a ti, quiero a éste, quiero al otro”. Así de etéreo y desinteresado. Así de invisible. De prescindible. De arrinconado. Quiero pensar que no es suficiencia, que tras mi fría socialización no hay una creciente soberbia. Quiero pensar que aún teniendo mis ideas, no me las reservé por puro celo o arrogancia. Quiero pensar que es solo pereza, o respeto, o una relajación amable. Una dócil desgana que entronca con el cansancio, con las horas en pie, con estar con la cabeza en otra parte. Quizá en el calor familiar, la ternura de los sofás, el vergel de un salón acogedor, rígidamente comprensivo, necesario, seguro.

Me hago mayor y a veces me pasa que veo un trapo rojo y no me lanzo hacia él. Que gasto mi tiempo en discutir con quien me importa, con quien sé que me respeta, con quien me da la gana, evitando lanzarme a la arena por pura egolatría, por el goce de polemizar. Madurar es aburrido. Tener una opinión es un ejercicio de responsabilidad, sobre todo, con quien no opina como nosotros. Estamos de paso, no sólo en la vida, sino en lo que sentimos y pensamos. Las contradicciones son la esencia del caminante. Sólo el que vive como vivía hace treinta años puede mostrarse feliz con la pausa. Equivocarse es una acrobacia rejuvenecedora. Cambiar de plan. De idea. De casa. Huir de las certezas. Que todo sea marchitable. Qué cansado estoy de las verdades absolutas. Escuché al Crítico del bar y lo dejé estar. Es su mundo, son sus ideas. No era el momento. Acabé mi cerveza y me fui a casa con una extraña paz. Con una batalla perdida pero con la convicción de que, sin esa derrota, jamás lograré ganar la guerra.

En los bares cabe el mundo, en ese parlamento improvisado. Cuántas veces no habré asumido ese rol en los partidos de mi equipo, el Córdoba, el del charlatán dando lecciones a los demás. El de guía, antorcha en mano. Cuántas veces no me habrán mirado con condescendencia otros cordobesistas, con rubor disimulado. Cuando defendía a Katxorro, o criticaba muy al principio a Florin, o pedía a Saizar en lugar de a Juan Carlos. Qué poco espacio le damos a la opinión de los demás y cómo abrimos el campo cuando la que juega es la nuestra. En Twitter, en las cenas de amigos, en las tascas ante una butaca desconocida. En la era de los zascas, de la sinceridad todoterreno, de la más elemental falta de educación. Me miré en los otros clientes como en un espejo. Escuchar a los demás, qué gimnástico esfuerzo. A veces, hacerlo en silencio. Qué paraíso terrenal el de que hablen todos sin que otros vengan a taparles la boca con pretendidas certezas o axiomas incuestionables. He dormido como un bendito, aunque para el próximo partido, quizá cambie de bar. Por evitar al Crítico y, de alguna forma, evitarme a mí mismo.

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